“Todos los errores humanos provienen de la impaciencia, de una ruptura precipitada del método, de la aparente aprehensión de una cuestión aparente”
Franz Kafka (1883-1924); de sus apuntes en sus cuadernos (1917 y 1918).
Allá por los años setenta brillaba la Mahavishnu Orchestra, una banda de virtuosos liderada por el genial guitarrista John McLaughlin. Ellos, que hacían una música de fusión muy vanguardista, tenían un tema curioso, una suerte de guiño musical llamado Resolution. Búsquenlo en YouTube y de paso escuchen todo Birds of fire (1972), que es una obra maestra. Se trata de un breve e intenso in crescendo que… jamás resuelve. Queda ahí, en la última escala, en un agudo que se esfuma y nos deja anhelantes, abiertos, con el corazón palpitante. Amo esa partitura.
Bueno, esta Selección Argentina es igual: no resuelve. Y nos acostumbró a jugar con los límites: exhibiciones notables y thrillers finales para dejarnos sin uñas. Del palacio de luxe al rancho cascoteado. Así somos.
Contra Colombia jugó su mejor partido, pero terminó en cero. A los penales, esa crueldad innecesaria, la moneda que lanza al aire Anton Chigurh, el despiadado asesino de No Country for Old Men, un Bardem de peinado ridículo que deja que la suerte decida quien vive y quién no. No hay derecho, muchachos.
Si en la telenovela de Tevez falta Boca como capítulo final, el viernes se escribió un capítulo extra que Martino –y Carlitos, seguro– intentaron evitar a toda costa. Hace cuatro años, excedido de peso, convocado por la presión de la gente porque Batista no lo quería, falló el penal que nos dejó afuera de la última Copa. Le costó el exilio y un Mundial. Lo menos que quería era repetir esa experiencia. Pero ahí estuvo, justo para el penal decisivo. Gol. Así suelen ser los guiones escritos para el muchachito de la película.
Martino cree en un estilo y es saludable que lo defienda. El primer tiempo con Paraguay fue un baile inmisericordioso. Pero en el complemento Ramón Díaz, quizá el técnico con más suerte en la historia de la humanidad, sumó a un delantero y, con picardía, calle, o esas virtudes que –lo siento–, nunca advertí a simple vista, arañó un empate imposible, ridículo.
Contra Uruguay siempre salen partidos parejos, ásperos. Lo definió una jugada de Premier: toque sutil del sorprendente Pastore, desborde de Zabaleta y anticipo de cabeza de Agüero. ¿Jamaica? Era fiesta segura, pero ni eso. Caras serias y decepción, salvo por la euforia de los jamaiquinos que hacían cola para sacarse una selfie con Messi. Ay.
Como Colombia era una exigencia mayor, pensé que ahí sí la Mahavishnu daría cátedra. Tampoco. Dominio total, frenético, frente a un equipo áspero, torpe, que no parecía dirigido por Pekerman, ni por Maturana, ni siquiera por Caruso Lombardi. Y no quiso entrar.
Falcao aún se busca a sí mismo; James, fastidioso, impreciso, la veía pasar; como Jackson Martínez, pura potencia sin uso; Teo –a veces Dr. Jekyll, otras Mr. Hyde–, fue sacrificado a los 23 minutos cuando Pekerman intentó equilibrar el equipo y evitar el desastre poniendo a Cardona. Lo logró de milagro.
Es curioso que un equipo al que le sobran delanteros first class tenga tantos problemas para meter goles. Son como el Sátiro virgen, aquel entrañable personaje de Oskar Blotta. Ni Agüero, Higuain o Tevez; tampoco Messi, que como 9 es, a la vez, el vacío y el todo. Mala racha, brujería o caso de diván. Mmm… Voto a Sigmund.
No creo que en Sudamérica haya defensores más duros y menos ingenuos que en Europa. Pero sí que aquí, al sur del Río Grande hay reglas no escritas que permiten el exceso. Planchas, patadas para perpetua, árbitros sospechosos. El pobre Cavani pagó por el ejercicio de destreza digital del chileno Jara, falso Paganini, improvisando en la profundidad de sus nalgas. Antes, hizo dedos con Higuain y Luis Suárez. ¡Mon Dieu! Habrá que ver lo que le quedó en su armario.
Es difícil explicar por qué la Selección domina el juego, tiene la pelota, crea situaciones y no convierte. ¿Inseguridad? ¿Nervios? ¿Ansiedad? ¿Una mezcla de todo? Tal vez. Con más descanso, al menos el equipo no se derrumbó físicamente y evitó sufrir con otra peli de zombies al ataque.
Discutir a Messi es absurdo. Se lo nota metido, fastidioso, poco acostumbrado a errar tanto. ¿Qué le pasa? En el Barça juega con compañeros que rotan, se le ofrecen, fabrican espacios. En Argentina es religión esperarlo, se le arriman con desesperación y le suman más marca. Lo complican, aún sin quererlo. ¿Qué pasará? Lo hará otra vez, no lo duden. Es lo suyo.
Me encantaba el Newell’s de Martino, equipo con ideas claras, una gesta sostenida por el amor a los colores, la pertenencia. Y me gusta que el Tata sostenga su idea. Llegó a Barcelona en el peor año imaginable: con el doble duelo por la partida del omnipresente Pep y la enfermedad de Tito Vilanova. A nadie le podía ir bien en ese contexto. No era catalán, no usaba trajes negros de Armani, en la televisión bromeaban con su polo pistacho, con su figura retacona, su pancita, su peinado sin gel. Un extranjero con un plantel en crisis: lo pagó caro.
Su idea me gusta, aunque su obsesión por tenerla, por hacer circular el balón buscando claros a veces me impaciente y ruegue por un furioso cambio de ritmo, más verticalidad. Eso se trabaja, por cierto, y si algo le sobra a este entrenador honesto y sin ángel es eso: convicción. Ojalá gane esa Copa. Se lo merece.
Me gustan esos tipos. Que defienden su proyecto, minga de pragmatismo feroz, Plan B, panquequismo nativo.
La continuación de la traición por otros medios.
En tiempos de spots, marketing, Photoshop y frases hechas, me quedo con quien tiene una idea y la sostiene, asumiendo los riesgos. Gente que piensa más allá de lo fugaz, del título de hoy, eslóganes arjonianos, frases de papel de caramelo, bla, bla, bla; ganemos el poder y después vemos.
La historia de siempre.