Más que un espectáculo, el Mundial es una máquina de construir deseos y frustraciones a futuro, y relatos agobiantes en los presentes inmediatos. Ahora que eso ya terminó, podríamos repasar, si quisiéramos, el universo de las especulación propio de las instancias previas, que empieza con los debates acerca de las formaciones necesarias para pasar las eliminatorias, repasos de los jugadores pertinentes para lucir las enseñas patrias de los quinientos cincuenta y cuatro países y medio que aspiran a participar en el Mundial, su lugar en el álbum de figuritas.
Las eliminatorias equivalen a una agonía por derecho propio, cuando el seleccionado nativo no está aún bien formado o cuando los seleccionados rivales se muestran más afortunados o aguerridos. En esa instancia, además, los entendidos (que empezamos a ser todos, tan poderosa es la fábrica de sentido multinacional que por el modo en que te penetra imaginariamente no puede sino llamarse FIFA), empezamos a jugar nuestras fichas: ¿debe don J punto G continuar al frente de la AFAno? ¿Es conveniente que tenga o no injerencia en el planteo táctico? ¿Tenemos que formar con un 4-4-2 (el Nombre del Dios Ausente), 4-3-2-1 o con un 4-2-3-1?
Promediadas las eliminatorias, el fervor comienza a aumentar; florecen los documentales sobre usos y costumbres del país anfitrión adonde llegarán las escuadras representativas de imprecisos y cambiantes estilos locales. Se confirman titulares y suplentes, se prueban combinatorias para aventar la desgracia, se recurre a trucos supersticiosos –talquitos, cuernitos, orín sobre los arcos, etc–, jugadores enterrados y resucitados para clasificar pero no para ganar la copa de oro maciza o bañada...
Obtenida con suerte la clasificación, comienza el sistema de embudos para cien, ochenta, veinticinco y veintitrés jugadores que llevarán el estandarte. Las radios hace rato que están encendidas y esos nombres cuya pertinencia resulta de difícil apreciación para todo lego se han convertido ya en objeto de discernimiento y sabiduría, incluso para el público femenino que también aporta lo suyo en la consideración de turgencias, elongaciones y performances.
Luego vienen las despedidas colectivas, el escándalo por la función de las barras bravas, las cometas y los funcionarios colados, el arribo de un colectivo periodístico hecho en su mayor parte de impresentables que se desgañitan entrevistando a descerebrados que gritan gansadas con un vaso de cerveza en la mano. Es el paraíso común, la comunidad pre-babélica. Suenan las vuvuzelas, objeto de sesudos exámenes acerca de su etimología, origen, usos y funciones aledañas. Las cámaras de TV y los avisos de gaseosas nos enseñan que el racismo hizo mucho mal y que los grones son simpáticos cuando hinchan por nuestro equipo, mientras meretrices diversas cantan para jugadores condenados a la abstinencia. Pensar: ¿no’ juntamo’ con lo’ chochamu’ o lo vemo’ con la flia?
Empieza el Mundial y discutimos la disciplina oriental, el talento y descuido africano, el fútbol europeo de los latinos y el fútbol latino de los europeos, la primacía del conjunto sobre las primas donnas, la razón contra la magia, el toque contra la gambeta. ¿Es Forlán el mejor, Máxima una holando traidora, Blatter un conspirador, Messi un pecho frío, Tabárez un genio, Löw un mocoso maleducado, Beckham un muñeco, Mick Jagger yeta, el pulpo un bolsista del juego, Ronaldo un Ricardo Fort de luxe, Xavi e Iniesta el Riquelme que no tuvimos?
Tras el regreso, los interrogantes continúan. ¿Los recibimos como a triunfadores o los cascoteamos? ¿Debe el técnico seguir, inmolarse a lo bonzo, hacerse el harakiri con el borde filoso de una foto del brasileño que debutó con un pibe? ¿Hay que renovar la delantera y el mediocampo, disciplinar el ataque? ¿Será Maradona diputado, futuro presidente o vice? El mundo parece continuar después del fin de esa pequeña aventura. El mundo sigue, es un dispositivo sobre el que pedaleamos como hamsters para diversión exclusiva de un espectador ausente.
*Escritor.