Los cien años que median entre el primero y el segundo centenario de la Revolución de Mayo no han sido los mejores para la Argentina.
Ese período se caracteriza por dos fracasos simultáneos y, posiblemente, entrelazados: el de no poder consolidar una sociedad educada, integrada, igualitaria, con movilidad social ascendente e instituciones políticas, sólidas y respetadas; y el de no generar una economía con un crecimiento sostenido, regionalmente armónica e inclusiva.
La “prueba ácida” de este fracaso es, desde la economía, la pérdida de posiciones relativas en el mapa mundial y latinoamericano y la existencia de un porcentaje importante de la población con poca esperanza de futuro; y desde la política, la “exagerada” utilización de mecanismos de protesta directa, al margen de las normas de convivencia social, y el desprecio al marco republicano que presentan hoy, tanto el oficialismo como muchas organizaciones políticas y sociales.
Lo arriba descripto dibuja, casi de manera automática, la agenda, no sé si de los próximos cien años, pero al menos de los inmediatos diez.
Por un lado, la política y la sociedad, en sentido amplio, tienen la obligación de recomponer un marco institucional democrático y republicano, que no sólo restituya la “normalidad” constitucional y legal, hoy totalmente desvirtuada, sino que, además, incorpore las nuevas realidades del siglo XXI, que contemple el peso de la opinión pública y publicada en el proceso moderno de toma de decisiones de política.
Los próceres del primer centenario no tenían que lidiar ni con el voto popular ni con Internet, y las redes sociales, ni con las encuestas ni con los movileros en las puertas de sus casas.
Sus decisiones se tomaban “entre cuatro paredes”. Se explicaban a algunos y al resto se le imponía. La nueva institucionalidad que la Argentina necesita, a mi modesto juicio, es algo más que reponer la destruida y olvidada en estos años. Requiere adaptación, innovación e imaginación.
Obviamente, esa nueva institucionalidad obliga, asimismo, para ser eficiente y progresista, en el buen sentido de la palabra, a repetir la epopeya educadora de la Argentina exitosa, cerrando la brecha educativa, que incluye la digital, como una parte, no como un todo.
Exige regenerar una Universidad de calidad, meritocrática y abierta a la discusión de las ideas. Y crear un colegio secundario que deje de ser un aguantadero de jóvenes desganados, para atraerlos hacia el deslumbramiento del conocer y el saber. Sin elevar el nivel educativo en forma integral, no sólo no hay igualdad de oportunidades, sino que fallan, por cierto, los modernos mecanismos de la democracia participativa y directa.
La agenda estrictamente económica también surge evidente. Redefinir una estrategia de inserción internacional para aprovechar plenamente la “doble globalización” que hoy nos juega a favor: la correspondiente al mundo asiático y su demanda de nuestra producción agroindustrial y de insumos mineros e industriales –que sólo necesitan alinear los incentivos para completar una revolución productiva iniciada hace tiempo–; y la correspondiente al mundo regional, en especial Brasil, cuyo expandido mercado interno nos ofrece oportunidades inéditas de “volumen”, para una industria complementaria de clase internacional.
Pero este cambio estratégico de inserción global, hecho hasta ahora improvisadamente, requiere un replanteo de fondo de la política fiscal y federal, al servicio de la competitividad productiva y de una genuina mejora en la distribución del ingreso y no a la inversa, como hasta ahora, en donde impuestos y gastos están al servicio del populismo y la ineficiencia.
Para nosotros, parte de la elite política, empresaria y profesional, lo planteado más arriba, por difícil que parezca, no forma parte de una opción sino, insisto, de una obligación.
Termino con un diálogo imaginario entre un ciudadano porteño del primer centenario y un ciudadano de hoy.
—¿Qué están haciendo para los festejos del Bicentenario? –pregunta el de 1910.
—Estamos reabriendo el Teatro Colón –responde orgulloso el ciudadano de hoy.
—¡Pero si nosotros lo inauguramos en 1908! –exclama asombrado el imaginario porteño de 1910. El de 2010 baja la cabeza, avergonzado. Telón.