La propaganda oficial nunca se liberaría de los métodos de la propaganda bélica, sin duda, porque nunca daría por cancelada la situación de beligerancia; y el más repulsivo y contagioso de sus vicios conduce al infantilismo de repetir incansablemente las glorias de nuestro paraíso.” El párrafo, que tanto resuena en nuestros oídos apabullados por frases tales como “rendición incondicional”, es de Otoño en Madrid hacia 1950, un libro de Juan Benet que reúne algunos recuerdos de sus veinte años bohemios (?) en la España franquista, a la salida de la Segunda Guerra. Son las memorias de un proyecto de escritor y de ingeniero (o de ingeniero y escritor, porque Benet no creía demasiado en la gloria literaria en vida) en un país siniestro durante una época remota y que, sin embargo, no son tan fáciles de apartar de nuestro presente, por varias razones además del similar estilo en las comunicaciones oficiales. Dice Benet, por ejemplo, que en esa época se pasaba hambre, pero más aun se pasaba frío. “En aquellos años, el frío llegaba a constituir una verdadera obsesión”, escribe. Para quien haya vivido su infancia en la Argentina de los cincuenta, el recuerdo del frío es también imborrable, al menos para quien no perteneciera a una clase social privilegiada. En ese entonces, las estufas eran precarias y poco efectivas. Sin embargo, a pesar de los avances tecnológicos, el frío ha vuelto y la cantidad de gente que lo sufre es enorme entre nosotros desde que el precio del gas envasado impide utilizarlo para calefacción.
Si el tiritar de frío es un concepto que atraviesa el tiempo y el espacio, también lo es la relación entre los ciudadanos y el gobierno. “El Régimen, entonces, era sencillamente ridículo y como se tenía la impresión (¡impresión engañosa como pocas!, ¿cómo podrá calificar de impresión un ansia puramente psíquica, independiente y casi opuesta a los datos de los sentidos?) que de un momento a otro iba a desmoronarse...” Ridículo y todo, el Régimen no se desmoronaría hasta la muerte del Caudillo, veinticinco años después. Ese el centro de gravedad de las reflexiones de Benet. Pero no el franquismo y sus desventuras, ni siquiera las desventuras bajo el franquismo, sino la dificultad que tiene una época para entenderse a sí misma, no ya para predecir su futuro sino para establecer ante sí misma su propio presente. Para fijar las ideas, no sabemos si la dinastía de los Kirchner (las alternancias de marido y mujer, complementada tal vez mañana por un hijo) está destinada a perdurar durante cinco períodos de gobierno o, por el contrario, se desvanecerá en el recuerdo después de dos. La ridiculez, como dice Benet, no alcanza para determinarlo de antemano. Y acaso pueda ser un motivo de perdurabilidad.
Pero la idea de Benet es más profunda que sus aplicaciones a la predicción política, una ciencia incierta como pocas. “La figura que la posteridad acabará por designar como representativa de su momento apenas aparece en su época y solamente será merecedora de ese póstumo título cuando la representación de su época ha concluido.” Esa figura fue, “la más de las veces, tan oscura que no representó nada”. Una frase ilustra bellamente esta paradoja: “El ‘París de Baudelaire’ no fue de Baudelaire, ni de Kafka fue ‘la Praga de Kafka’, ni de Wittgenstein ‘la Viena de Wittgenstein’”. Los Baudelaire, Kafka y Wittgenstein “no tendrán, ni mucho menos, la resonancia y el reconocimiento público de una mediocridad oficial que en todos los terrenos forma el gusto de la época y el acomodo de la sociedad con su tiempo”. Dicho de otro modo, habría que olvidar a cada uno de los escritores contemporáneos consagrados o en vías de hacerlo de los que se ocupan este y otros suplementos culturales, ya que ellos serán precisamente las nulidades del mañana. No es difícil esa parte, pero sí lo es la receta para descubrir los genios que seguramente se ocultan entre nosotros.