Comenté, hace unos días, en otra columna de este mismo diario, la lectura de una larga entrevista de David Hockney que publicó Le Monde. Decía, Hockney y yo reproducía, su ambición por pintar, registrar, cada instante de luz, cada cambio en la hoja de un árbol, cada modificación del paisaje. Ese fracaso lo narró Víctor Erice en su película El sol del membrillo en la que el pintor realista Antonio López da por perdida su lucha con unos frutos que penden del árbol y que, día a día, ya por la gravedad o bien por el cambio estacional de la luz, hacen imposible la tarea que se había propuesto.
Hockney, por el contrario, megalómano, pretende, a diferencia de López, no solo registrar un instante, sino todos los instantes. Empezó con la última primavera boreal y ahora quiere abarcar las cuatro estaciones. Su plan es pintar secuencias en las que se pueda atender a la curva de nacimiento, cenit y ocaso de cada estación. Mi referencia, días atrás, decía, era a propósito de un comentario suyo sobre la observación. Notaba Hockney que mucha gente, al igual que él, en el confinamiento había advertido ese proceso de la naturaleza, el paso de la primavera, al obligarse a observar el fenómeno. Cuenta la confesión de una vecina, octogenaria como él, que tuvo esa experiencia, por vez primera, recién ahora. Claro está que el espectáculo tiene lugar si se vive en el campo o en un entorno mínimamente apartado de las grandes ciudades. Hemos escuchado más de un testimonio al respecto: la revelación del canto de los pájaros según las horas o el lento caer de la luz del día sobre las montañas. Desde la ventana de los departamentos urbanos también se han apreciado matices antes imperceptibles, pero, convengamos que, una vez más, en esto también se encuentra el inevitable juego de clases.
La aventura que emprende Hockney sería imposible sin el concurso de un iPad y un ingeniero de Leeds que le ayuda a perfeccionar las aplicaciones para poder pintar directamente sobre la tableta. Siempre, desde la lejana polaroid, Hockney ha experimentado con la tecnología y no le ha ido mal, pero el contraste entre la descripción opuesta a la distopía que vivimos, narrada desde su periferia amable, con el brazo tecnológico que le da cobijo a su pulsión artística, lo vincula, tal vez a su pesar, con lo más banal del tiempo presente en el corazón de las ciudades: los miles de ciudadanos que desde casa se han habituado a las pantallas y al teletrabajo, con una ventana al exterior desde la que solo han podido observar como la luz diurna va descomponiéndose lentamente sobre las paredes de los edificios de la vereda de enfrente. Al menos Hockney, como en el poema de Borges, cuenta con esa afortunada ausencia.
Su célebre cuadro, A bigger splash, sigue, sin embargo, dando su medida artística y revelando, incluso, esta hora como explicó la suya en el momento de pintarlo, en 1960. La tela es un cuadrado perfecto que suma coherencia al mundo que describe. Simetría y orden narrados con los colores plenos de la luz californiana distribuyen en la mitad superior del cuadro la arquitectura mínima de una casa ajustada a una geometría casi perfecta. Detrás, dos palmeras finas y alzadas casi de manera infinita, rozan el cielo coronadas por discretas hojas. Debajo, la masa de agua azul de la piscina invadida, sin perder armonía, por un trampolín oblicuo desde el que se acaba de tirar alguien al agua. El rastro humano, la prueba de vida de ese espacio hiperreal, es la huella del chapuzón que destruye la calma con una descarga eléctrica y sin control en velados rayos blancos y grises. Ni en un tajo de Lucio Fontana hay un desgarro mayor porque lo que Hockney rompe es un mundo, la construcción de un mundo feliz, perfecto (por eso feliz).
Hockney hablaba de los 70 y puede que haya pocas maneras más certeras de contar ese tiempo. Lo genial es que el sentido de la obra se actualiza hoy ya que la descarga eléctrica que sacude la luz del Silicon Valley y de nuestra alterada existencia, es la irrupción de la covid-19 que se limita a recordarnos que todo es pasajero y provisional.
El filósofo italofrancés Maurizio Lazzarato acaba de publicar en España un ensayo con el amable título “El capital odia a todo el mundo” (Eterna Cadencia, 2020), en el que da un repaso a los movimientos sociales en la última mitad del siglo pasado y lo que va de este. Desde el mayo francés, del que también habla A bigger splash de Hockney, al reciente 15-M español, donde el iPad intenta atrapar un tiempo que a los mortales se nos escapa de las manos. Lazzarato observa que la crisis de la Covid-19 irrumpe cuando aún no está resuelto el espasmo financiero de 2008 y no duda de que la resolución será similar: un ajuste cruento con un mayor deterioro social.
En Europa, al menos, lo estamos viendo. Ya se sublima el tiempo anterior al coronavirus. Su reemplazo emocional, los aplausos en el balcón, también. Delante nuestro, los brazos blancos del chapuzón, arbitrarios y furiosos, rompen toda armonía posible.
*Escritor y periodista.