Lean esto y díganme si no es una de las mejores ficciones cortas jamás escritas: “Al despertarse una mañana después de una noche densa, se había hecho unas tostadas con queso para el desayuno. Las comió y no notó nada extraño hasta que, cuando fue a la pileta de la cocina para lavarse las manos, descubrió que el jabón había desaparecido. Entonces se lavó con el queso”. Es tan buena y apenas más larga que el famoso cuento mínimo de Monterroso (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”).
El relato es parte del último párrafo de un cuento de Julian Maclaren-Ross que se llama Tostadas de jabón, que inaugura un libro que también se llama Tostadas de jabón editado en 2008 por La Bestia Equilátera con una virtuosa traducción al argentino de María Martoccia. Al año siguiente, la misma editorial publicó la novela Veneno de tarántula. En 2005 Sudamericana había editado otra novela, De amor y hambre, y aunque La Bestia anunció un cuarto libro –Memorias de los cuarenta– la promesa no se ha hecho realidad. Y eso parece ser todo en cuanto a Maclaren-Ross en castellano.
En inglés tampoco hay demasiado de él. Aunque existe una reciente biografía (Fear and loathing in Fitzrovia) de Paul Willets, quien ha editado una recopilación de las narraciones de Maclaren y otra de sus memorias, los libros están, en general, agotados y aunque hay un website británico dedicado a su vida y obra, la información es escasa y las páginas con los textos que allí se ofrecen están desaparecidas. Maclaren-Ross parece el típico caso del escritor que se sostiene gracias a su biógrafo, que reaparece cada tanto en los suplementos culturales cuando sus obras se reimprimen y que vuelve luego a caer en el olvido. Es posible que la Argentina sea el segundo país maclarenrossiano, pero como ya ha pasado más de un año de la última edición de un libro suyo, el nombre dejó de circular. Cuando se publique el próximo, la contratapa y los suplementos volverán a decir que Julian Maclaren-Ross no se llamaba exactamente así, que nació en 1912, murió en 1964, se educó en Francia, llevó una vida bohemia y fue “el héroe oculto de la literatura inglesa”.
La frase es enfática, pero hay de ella al menos una prueba. Maclaren, disfrazado bajo el misterioso nombre de X. Trapnel, es sin duda el personaje más talentoso, más auténtico y más desdichado en las doce novelas que componen la extraordinaria saga Una danza para la música del mundo de Anthony Powell. La querible imagen que Powell da de Trapnel coincide con la que Maclaren-Ross transmite en sus libros: un escritor dotado para la literatura de un modo exuberante pero anómalo, un chico grande que desborda la diferencia entre lo alto y lo bajo –tanto en la literatura como en la sociedad– y para quien está completamente fuera de sus posibilidades hacer algún tipo de concesión al medio. La criatura tiene además, el karma de tomarse todo el whisky, gastarse todo el dinero y, como si esto fuera poco, de concebir el amor de un modo adolescente y perjudicial para la salud. En el libro de Powell, Trapnel se obsesiona con la mujer inadecuada, lo mismo que Fanshawe en De amor y hambre y que Maclaren en la vida real (con la viuda de Orwell). Desafortunado en el amor, Maclaren-Ross parece haberlo sido más aun en el trabajo, con la diferencia de que no se engañaba a sí mismo en ese terreno. Richard Francis Fanshawe, explotado vendedor de aspiradoras a domicilio durante 1939 –el mismo año en el que Henry Miller contó en Trópico de Capricornio sus desventuras como cartero–, sabe bien que la empresa conoce todos los trucos para ganar. Me gustaría saber cómo veía Maclaren el mundo literario, en el que tampoco parece haber logrado vivir decentemente. Para eso, dependemos de que un milagro haga que se traduzcan sus memorias.