Otoño es para el citadino sólo una palabra, pero desde que la pandemia nos empujó a las bondades alisadas de la pampa empezó a ser cosa y no poesía. No se trata sólo de la marca a fuego en los cipreses calvos pelirrojos, de las hojas violáceas de los cítricos, del tilo despeluchado en la pileta. Es un estado del ánimo en general, una suerte de ocaso en caída lenta: el entusiasmo que puse en la huerta en el verano cede el paso a una madurez contemplativa, similar a la catástrofe. Planté con énfasis y sofisticación; quise frutales como ciruelos, durazneros y pelones, y los metí junto a tomates, que son alimento sempiterno de las chinches. Pese a las advertencias de hortelanos veteranos planté la zarzamora entre hortalizas; ya creció y ya lo invadió todo y ya la comí con gula y ya la estoy sacando para ponerla en otra parte, lejos, donde no invada utilidades. Frambuesas y zarzamoras son acrónimo de espina, son tortura y maldición del jardinero. Van lejos del repollo, del cebollín, del kale eufóricamente aterrizado en huertas chetas. Pero yo quería fruta roja y no pavada, quería lo que es caro, que es lo que se quiere en primavera y en verano. En otoño, en cambio, ya entendés que la zarzamora que compraste creyéndote Gardel es una porquería y que sirve más de ligustrina comestible que de plan frutal erotizado.
Si primavera, verano, otoño e invierno son asuntos que coinciden con la curva descendente de la vida, con cosas como la insolencia, la audacia, la madurez, la decrepitud y la progresiva resignación hacia la nada, entonces creo que empezaré a preocuparme por lo que me enseña mi huerta caprichosa. Paleo de raíz los brotes excedidos de frambuesas y los trasplanto al alambrado, a los límites poco claros con un vecino equis.
También el otoño mueve cosas, desplaza hacia la piedad. Lo pienso ante el video de la locutora que lamenta la muerte de William “Bill” Shakespeare con unos 400 años de retraso. En verano podría haber escrito sobre ella con lascivia. Sin embargo, al ver que diarios catalanes, italianos y germánicos se mofan de ella en toda lengua y veo realizado el viejo sueño mirthalegrandiano de verificar cómo nos imaginan a los argentinos en el orbe, en vez de la euforia jocosa del verano pasado, me asalta esa melancolía piadosa del otoño, que trasplanta cosas, madura conjeturas y aparta las malezas sobre la tierra ya definitivamente fría. Me había propuesto incluso defender el exabrupto, esbozar una explicación inteligible de lo que pasó en ese programa, hecho de zócalos, de locutoras medio pavas pero con piernas longuilíneas, de pequeños destiempos en el sincro, pero luego de aquel video llegó otro, algo peor, en el que la protagonista se disculpa. Y ya no entendí para nada las razones. Ella afirma que sabía lo que estaba diciendo, en vez de confesar que no. Podría haber aducido que en la locución uno surfea el momento fonando con estilo mientras otro hijoesumadre le chanta unas imágenes encima. Pero no; Noelia acude a su CV y a su permiso para locutar y dice cosas como “me malexpresé”, “fui mal explícita” (dos formas que el castellano debería acuñar para la RAE) y “la gente lo malinterpretó”. ¿Qué es lo que se malinterpretó? No fue así. Antes sólo era real lo que aparecía en la TV que mientras que ahora la gente descubrió de sopetón que si aparece allí es sólo porque es no real. Eso está bien; bravo por Noelia que al inmolarse ayudó a entenderlo de una vez y para siempre. Ni el primer video planetario, ni el segundo, ni el tercero donde manda besos y disculpas a sus fans me dan ya ninguna risa. Diría que me apenan y sin sorna, que me entristecen con un crujido de hojas secas, de hecatombe colectiva, de sublevación a las suposiciones globalizadas de una cultura general que quisimos abrazar sin ser la nuestra. ¿Por qué tenemos que conocer nosotros quién es Shakespeare y quién el otro Shakespeare y ellos por allá sin saber nada de Estanislao del Campo o de Vicky Xipolitakis?
Es otra cosa del otoño; no dan ganas de agarrarse mucho a la miseria; es época de dejar que el viento sople, barra y limpie; dejar que caiga la primera helada, prolegómeno de lo que le vendrá después al hortelano: es el invierno.