La muerte de Eric Rohmer pasó en un relativo silencio. Es cierto que muchos espectadores han amado sus películas sutiles, luminosas y placenteras, pero no parece haber mucho que decir sobre este hombre extraordinariamente reservado, que se negaba a tener teléfono y a viajar en taxi, que no daba entrevistas y se disfrazaba para no ser reconocido en los pocos festivales de cine a los que asistió.
Rohmer permaneció activo hasta 2007, cuando en Les amours d’Astrée et de Céladon demostró que seguía en su mejor forma. Pero hubo siempre en él una dimensión complementaria a la del cineasta, una actividad paralela que sustentó su trabajo como director. Rohmer, más parecido a Sartre que a Tarantino, fue el intelectual que solemos creer que es Godard (del mismo modo en que creemos que Bob Dylan es un poeta). Con la diferencia de que Rohmer fue un pensador casi secreto, cuya obra no dejará demasiados rastros fuera de las cinematecas.
Desde ya que Rohmer fue fundamental en el giro copernicano de la crítica cinematográfica, cuando desde las páginas de los Cahiers du cinéma se proclamó que Hitchcock era un genio del cine, un artista tan grande como Chaplin o Renoir. Esa “política de los autores” (que los críticos más obtusos, los que siguen haciendo de la ignorancia un bastión, aún no han comprendido) coexistía ya con una preocupación esencial de Rohmer: pensar la relación del cine con las otras artes. Rohmer era profesor de literatura y en 1946 publicó Elisabeth, una novela que anticipa algunas de sus preocupaciones cinematográficas, como la incidencia de la luz en los cuerpos femeninos y el incómodo desacople entre los pensamientos, las palabras y las acciones. Es que Rohmer fue un realizador moderno, que entendió la primacía de lo material en la imagen, que siempre (como Godard) estuvo atento al presente y comprendió que “en el cine, paradójicamente, el arte será más grande en la medida en que haya copia pura y simple de la realidad y no voluntad de interpretación” y “donde el rechazo a hacer arte se erige en primer principio a seguir.”
Estas frases pertenecen al fascinante De Mozart en Beethoven. Ensayo sobre la noción de profundidad en la música, un libro publicado en 1996, estudio inspirado y erudito en el que se despliegan las constantes del pensamiento de Rohmer: el espíritu amateur que no duda en internarse por su cuenta en los problemas intelectuales más complejos, el interés por la historia comparada de las artes, la búsqueda de la verdad estética en una discusión que no rehuye ni los aspectos técnicos, ni las citas de Rimbaud y Baudelaire, ni el diálogo con Hegel, Schopenhauer o Heidegger. Para Rohmer, siguiendo a Kant, la música es el único arte capaz de pensarse a sí mismo, mientras piensa también el mundo y cuya cumbre es la obra de Mozart y Beethoven. Esa modernidad absoluta de lo clásico se entendió a menudo como un rasgo reaccionario, actitud que tuvo su epicentro en el golpe de estado que lo desplazó de la dirección de los Cahiers en 1963. Sus colegas creían que sería el estructuralismo, tan en boga entonces, el que proporcionaría la clave para entender el cine, mientras Rohmer veía allí una vía muerta. Hoy sabemos que tenía razón, pero de poco sirve. Mientras se sigue enseñando semiología en la Universidad del Cine, las ideas de Rohmer –con toda su originalidad y su pertinencia– no tendrían cabida en un suplemento cultural. Y así es como se va perdiendo lo que con su particular discreción intentó decir Rohmer durante sesenta años: que la cinefilia parte del reconocimiento de la belleza del mundo, pero se proyecta, mucho más allá del cine, hacia una bondad sin didactismos cuyo mayor ejemplo es la música. Ese saber que se desvanece sin dejar de estar al alcance de todos es la gran herencia democrática de este personaje misterioso y contestatario.