La semana pasada, narré cómo la reiterada visión de La última cena, de Leonardo da Vinci, construyó en mi mente infantil la primera, poderosa, afrenta a mi narcisismo: al no figurar en el cuadro, yo no era Dios –ausente pero presente–, ni Jesús, ni el Espíritu Santo, y ni siquiera era uno de los pobres doce apóstoles. ¿Cómo podía haberme tocado “a mí” tamaña desgracia? De esa mala suerte personal, y como una especie de disparatada conclusión lógica, yo deducía la inexistencia de cualquier verdad propugnada por la teología.
Luego de escribir esa columna, recordé otra fantasía de mis primeros años, que ahora creo puede aplicarse a la política actual. Mi padre me tiene alzado en brazos, a nuestro lado está mi madre, sosteniendo de idéntica manera a mi hermana, y todos nos estamos viendo a través del espejo. Yo los miro a ellos, ellos me miran a mí. De pronto, lo único que advierto es la mirada de ellos. Mi madre me sonríe, amorosa. Hay como una detención en el tiempo, un aumento de luz. Mi padre mira a mi yo en el espejo, me dice: “Hasta el día de hoy, hijo querido, vos eras idiota y no te dabas cuenta. Pero a partir de hoy, sos normal como todos los demás”. La frase es milagrosa y debería proporcionarme el mayor de los alivios, pero yo no percibo diferencia alguna entre ese antes y este ahora. ¿Ser idiota es no saber que se lo es? ¿Ser normal es no advertir matices?
La falta de registro del antes y el después podría ser el rasgo infantil definitorio del kirchnerismo.