Son muchos los juegos de la infancia que perduran y varios, también, los que han ido desapareciendo. Uno, que aún la niñez practica con variantes, es el juego de las estatuas.
La consigna es simple, alguien ordena, mediante un silbido o un grito o deteniendo la música, y todos los que se estaban moviendo deben quedarse quietos en la posición en que se encontraban. Él o la que se mueve pierde, venciendo el último que resiste, pasando a ser el que dirige en la próxima ronda.
Un juego emparentado es la “mancha helada”, al tocarte el que tiene la función de mancha, quedás congelado, a modo de estatua, a la espera de que algún otro jugador te libere, o bien que gane la mancha si logra paralizar a todos.
Aún hoy, de adultos, hay un juego de las estatuas, sin tanta inocencia y que se va transformando en una disputa de odios, supremacía, postergaciones y predominio de intereses.
Pareciera ser que la muerte de George Floyd, asfixiado de manera salvaje y displicente por un policía, disparó reclamos legítimos contra el racismo y comenzaron además de las múltiples marchas, a derribarse estatuas en distintos lugares del mundo.
Antes cayeron estatuas cuando dio por tierra el Muro de Berlín o cuando los talibanes, la milicia ultraortodoxa afgana, destruyó los Budas de Bāmiyān, para evitar la adoración de ídolos falsos.
Colón, Churchill, Leopoldo II, Robert Lee, John Wayne, Roca, corren sus riesgos en los pedestales, como tantas otras estatuas a lo largo del mundo y de los acontecimientos de la historia.
La inquietud de algunos es saber por qué hay personas que tienen sus estatuas y si, por estos días, deberían tenerlas.
Los monumentos, cuando son erigidos tratan de dar una mirada para lo que viene. Hablan del pasado, pero el que los erige pretende hablarle a las nuevas generaciones. El que los levanta cree que serán eternos. Nada más lejos de la realidad, tanto como el que cree que si los destruye está sentando las bases de algo renovador y perpetuo.
Cuando una estatua cae ¿caen con ella las injusticias del pasado? Lo que debemos cuestionarnos siempre es el presente. Los que hacen una lectura rápida del pasado deberían preguntarse con qué límites lo hacen y si podemos ser los que trazamos la línea para tirar o levantar nuevos reconocimientos.
Algo nos lleva o nos trajo a rebelarnos contra lo que muchos monumentos representan, pero uno tiene el imperativo de reflexionar, de ser racional frente a dos subjetividades, la propia y la del presente. Los pasados están llenos de horrores: de las culturas, de las religiones, de los países, de nuestras familias y –puesta la mirada en los hechos de la historia– contemplar esas estatuas nos hace pensar cómo llegamos a las injusticias del presente.
Debemos encontrarle un lugar y un propósito a los monumentos que se erigen injustos, exponerlos en espacios con fines educativos, con leyendas que contextualicen.
Algo negativo está sucediendo, si no logramos hacer dialogar al pasado con el presente resultará difícil pensar una sociedad inclusiva para ahora y para el futuro.
La grieta argentina, todas las grietas tienen esa incapacidad de diálogo, la imposibilidad del encuentro.
Menudas tareas tienen nuestras/os dirigentes, complicada misión carga nuestro Presidente, a quién debe escuchar, a quién hablarle, a quién ver, no sea que, como la bíblica mujer de Lot, por mirar lo que no debía se convirtió en estatua de sal.
*Secretario general Asociación de Personal de los Organismos de Control (Apoca).
Secretario general Organización de Trabajadores Radicales (OTR-CABA).