Lamento decir que Pedro Mairal me ganó de mano. Lamento que me haya ganado: hace rato que quiero escribir del Foro que se hace en Resistencia un año sí y el otro también, sobre el libro y la lectura. El fue este año y yo no, pero he ido durante doce años seguidos y me parecía que era una buena oportunidad para hablar del tema. Pues me ganó. Eso sí, he decidido perdonarlo porque soy buena y generosa (y modesta), porque las otras medidas a tomar (retarlo a duelo, repudiarlo públicamente) me parecían demasiado drásticas; y porque estamos de acuerdo. Todo lo que Mairal dice es cierto: tiene razón, y adhiero a eso. Y allí brilla como siempre el libro, ese objeto de maravilla que en algún momento a todas, a todos, nos cambia la vida. Eso en lo cual viene encerrado el gran cuento que se cuenta sobre sí misma la humanidad, Borges dixit, desde hace seis mil años, semana más semana menos. Una no puede menos que preguntarse cómo fue, de qué manera, qué hizo falta para que la aventura contada alrededor de la hoguera fuera madurando hasta convertirse en un montón de signos (piedra, arcilla, papiro, pergamino, papel, luces lanzadas a la red) que nos hablarían sin cesar, en la esperanza de tenerlos, en el momento de descifrarlos, en el recuerdo, en la seguridad de que no estamos solas, solos, en la seguridad de que existen. Todo está contenido en el libro, y se me hace que el libro es una amalgama en la que militamos por la vida, por nuestra vida y por nuestra muerte, juntos y lado a lado, ignorantes a veces unas y unos de otros, amando y odiando y proponiendo nuevas formas de seguir adelante y luchando y reconciliándonos una vez y otra vez, queriendo aquello que nunca alcanzamos, llorando por todos y por todas, buscando nuevos lenguajes para las viejas cuestiones. Lo que se hace en Resistencia en cada agosto de cada año es la ceremonia que ofrecemos a ese objeto mágico que no necesita más que el deseo para ponerse en funcionamiento. Eso que podemos llevar en la mano, abrirlo en un momento de felicidad o de desdicha o de espera o de apuro o de confusión. Lo que se hace en Resistencia es preguntarse cómo se podría seguir viviendo si no tuviéramos el objeto libro. El que nos espera y el que nos consuela. ¿Hay algo más emocionante que entrar a una librería o a una biblioteca? Ni el incienso ni el Chanel número cinco ni la piel de quien amamos huele con la promesa de la felicidad de leer. Ahí estamos rodeadas de libros: tenemos el mundo, tenemos el universo y su destino al alcance de la mano, en las puntas de los dedos. Y sólo hace falta un gesto, acariciarlo, sacarlo de su estante, sentarse y abrirlo, abrirlo en cualquier parte, en cualquier página: en la copa de la portada, en el informe del índice, en el capítulo cuarto, en donde sea, y ver qué dice. Acariciar el papel. Con mucho cuidado sobre todo si es en una librería de viejo y cada volumen está leído y releído, un poco descuajeringado, con anotaciones en los márgenes, rugoso, amarillento, valetudinario como un ancianito que se queja de sus dolores pero contento de verse otra vez en batalla, ofreciendo lo que tiene. ¿Y el libro nuevo? ¿El que abrimos con no menos cuidado porque las nuestras son las primeras manos que lo tocan? ¿Y el libro de arte? Ese que trae grabados a pluma, cubiertos cada uno con un papel de seda que lo protege, que lo guarda para nosotras, que casi lo esconde porque es demasiado valioso para exponerlo al viento, al sol, a la mirada indiferente. El olor, el tacto, la mirada, el gusto a felicidad entre los dientes, la voz que nos habla desde los siglos o desde los días, todo eso que llena nuestras horas y que nos hace más sabias, más sabios, menos egoístas, menos guerreros, más capaces de seguir viviendo. Todo eso se celebra en Resistencia, la ciudad, como dice mi amigo Mempo, del nombre emblemático: el libro. Se equivocan, por todo eso, los que dicen que el libro va a morir a manos de la imagen. Por suerte se equivocan.