Juan Román Riquelme es líder y esto lo mete en problemas, porque esa condición suele generar fracturas. Si ustedes quieren, a las “fracturas” podemos llamarlas “camarillas”, por utilizar nomenclatura futbolera de primera hora. No es un líder aglutinante de esos que junta a todos y los manda para adelante. En los micrófonos oficiales habla de “el grupo” pero en los entrenamientos es “yo”. Dicen que a Palermo lo llama “Martín”; a Ibarra, “el Negro”; a Battaglia, “Sebas”, y a los pibes, por el número que circunstancialmente llevan en la camiseta. Y también se comenta que tuvo fuertes reproches hacia Migliore tras el partido de ida con Fluminense, en cancha de Racing, y que el arquero estuvo a punto de trompearlo.
Los futbolistas de San Lorenzo, en su conflicto con Ramón Díaz, les dieron una lección a sus colegas y al horrendo periodismo deportivo que nos bombardea día y noche: asumieron que había problemas, no los escondieron. Los jugadores de Boca retomaron aquella vieja conducta futbolera de no hacerse cargo de nada. Como Riquelme no tiene periodistas que lo entrevisten sino voceros, los cronistas que osaron poner a la consideración pública los conflictos internos de Boca son los mismos que ahora están desmintiendo desesperadamente lo que ellos mismos dijeron y escribieron. La repregunta, un lejano ejercicio enseñado en las escuelas de periodismo, parece que no existe. “A ver si todavía Román se enoja y no quiere hablar más conmigo”, piensan. Por eso la gente que consume ese material cree que Riquelme es un semidiós que protege a su pueblo de todos los males del mundo. Es lo que le venden. Es el 10 de Boca, no es negocio mencionarle defectos.
Los entrenadores que tuvo en Boca actuaron en consecuencia. Miguel Angel Russo, por ejemplo, la tuvo más fácil que Carlos Ischia. Dirigió a Riquelme en el último tramo bueno de su carrera, el primer semestre de 2007, cuando todo terminó en vuelta olímpica en Porto Alegre, con Román como figura excluyente. Fue cuando Mauricio Macri estaba en plena campaña política y la pereza intelectual de muchos ciudadanos de Buenos Aires incluyó el regreso de Riquelme y la obtención de la Copa como elementos evaluables para entregar un voto para una Jefatura de Gobierno. Después, Macri ganó y Riquelme volvió a Villarreal, donde estuvo seis meses sin jugar. En ese lapso, sólo lo llamó Alfio Basile. Metió un par de goles de tiro libre ante rivales de medio pelo y su prensa amiga lo elogió hasta el paroxismo.
En ese tiempo, era una especie de Martín Gramática futbolero. Apenas se movía, casi no participaba del juego y marcaba goles de tiro libre a través de su impresionante pegada. Explicar esto de la falta de movilidad y de la necesidad de una mayor continuidad costó mucho y aún cuesta. Román es de Boca y con Boca no se jode, Boca no tiene defectos.
A Manuel Pellegrini no lo conmovió. A nadie, aquí, le llamó la atención que el entrenador de Villarreal lo dejara fuera del plantel, aun con lo influyente que fue Riquelme en la llegada del Submarino Amarillo a las semifinales de la Champions 2005-2006. El técnico chileno ni siquiera tuvo en cuenta que Riquelme falló el penal decisivo contra el Arsenal, cuando la conversión hubiese llevado a Villarreal a una prórroga y a una nueva chance. Sólo lo midió en términos de disciplina. Riquelme volvió cuando se le dio la gana –algo que suele hacer en Boca– y el entrenador no se lo perdonó. Desde aquí se dijo cualquier disparate de Pellegrini, hasta que era un “burro”, “que no entendía nada” y que Román era “un chico especial” al que él no entendía. Tampoco debió haberlo entendido la directiva del club, que respaldó al técnico y aceptó que Matías Fernández (futbolista de muy buenas condiciones, aunque claramente inferiores a las de Román) fuera el sucesor del jugador argentino. Riquelme le deseó suerte a Pellegrini. “La va a necesitar”, dijo. El entrenador debe estar agradecido a ese buen augurio, porque salió subcampeón de la Liga Española y está en la Champions League otra vez. Esta es otra de las cuestiones que el periodismo oficial en descarta deliberadamente para poder franelear a Riquelme sin que la estrella se ofenda.
Con Ischia fue distinto, porque no lo tomó en la mejor condición física. Pero todos sabemos que Riquelme le bajó el pulgar a Guillermo Barros Schelotto (“No me gustaría ser dirigido por un ex compañero”), uno de los pocos que lo enfrentó en sus desplantes. Y el Mellizo no vino. Y todos sabemos que Boca iba a venderle a Gracián a San Lorenzo, pero tras un respaldo notable de Riquelme, Gracián se quedó. A Ischia lo aprobó y esto es un condicionante, aunque fuera sin querer. Es tan condicionante que, en la noche de la eliminación en Maracaná, el técnico no se atrevió a sacar a un opaco y disminuido Riquelme y sacó a Jesús Dátolo, uno de los rendimientos más altos.
Este nivel de influencia en directivos y cuerpo técnico no es algo que tipos como Palermo, Ibarra o Battaglia –que tienen los hombros tan cargados de gloria xeneize como Riquelme– se banquen fácilmente. Podrán decir lo que quieran, pero adentro se rompió todo hace rato. Es obvio que la derrota lo expone, pero que nadie diga que no existe.
No es Riquelme un líder que aglutine. Su malhumor nació cuando fue designado Palermo como capitán. Un líder tiene que prescindir de los celos, porque es una muestra clara de debilidad. Y a Román se le nota mucho.
Todo esto pasaba por su cabeza en la soledad del vestuario del imponente Maracaná, con el alma lacerada por la derrota y eliminación de Boca y la mala actuación individual. Simultáneamente, en los Estados Unidos, la Selección comenzaba a jugar frente a México y lograba la mejor actuación del ciclo Basile. Paradójicamente, lo hizo sin tener a Riquelme.