Jordan Belfort, el lobo de Wall Street, hizo muchos millones de dólares a expensas de muchos pequeños inversores. En la película de Scorsese, la trama se centra en la desmesura de Belfort, en sus negocios secundarios y sus adicciones, dejando en la nebulosa la ingeniería fraudulenta con la que hizo el dinero. Esta ingeniería es ilustrada de manera transparente en la más modesta y honesta Boiler Room (2001), donde Belfort es personificado (fugazmente) por Ben Affleck.
Pump & dump es el nombre del juego: inflar artificialmente el precio de un activo basura con información falsa (pump) y vender todo a un precio más alto dejando al incauto comprador con papeles sin valor (dump). El truco también puede hacerse con un mercadeo más tradicional: se compra la acción barata, se envía spam con una newsletter promocionándola (por ejemplo citando “información privilegiada”), se espera un día o dos a que algunos lectores piquen y suba el precio y se la vende caro (posiblemente, las mismas acciones que compró la compañía). “No hay tal cosa como una llamada sin venta”, motiva y amedrenta Ben Affleck a sus vendedores en el boiler room, en una arenga digna del David Mamet de Glengarry Glenn Rose (1992). “Estoy acá en una misión de misericordia”, motivaba y amedrentaba Alec Baldwin a sus vendedores de terrenos inhabitables en Florida o Arizona. En la historia de Belfort (similar a muchas otras, pero a mayor escala) hay una obvia similitud con las burbujas más clásicas como la inmobiliaria: al fin de cuentas, para que una espiral de este tipo tome altura sólo basta convencer de que el activo seguirá subiendo a suficiente gente por suficiente tiempo.
En ambas películas –a diferencia de la más reciente de Scorsese– hay un personaje que representa a las víctimas, un pobre tipo que entra en el juego y pierde todos sus ahorros y enfrenta llorando al vendedor –y a la audiencia, anestesiada por la metralla del diálogo mametiano– con lo que queda de su propia conciencia extraviada en la adrenalina del dinero fácil.
En la versión de Scorsese, en cambio, hay un test subliminal que nos interroga: ¿de qué lado estamos? “Esta es la tierra de las oportunidades”, dice Di Caprio y, cómo en Atrápame si puedes (2002), casi esperamos (¿como Scorsese?) que el pibe zafe.
Argentina es un país pump & dump. Con cada resurgir de las cenizas de una crisis, la esperanza incipiente en una nueva oportunidad que parecía inaccesible en el medio del naufragio se convierte, de la mano del líder (y de los infaltables discípulos), en la evangelización de un “modelo argentino”: convertibilidad, apertura y relaciones carnales en los 90, autarquía económica y financiera en los 2000. Argentina es la tierra de las oportunidades, diría Di Caprio personificando al presidente electo; que el mundo aprenda de nosotros.
Pero el éxito es apenas una epifanía contable: barrenar la ola del rebote, aprovechar al máximo lo que nos regale la coyuntura, comerse el stock generado con la crisis, devolver el convertible comprado en cuotas. El milagro argentino es un spam con información inventada que aceptamos ilusionados con eludir el camino más lento y esforzado del trabajo, el estudio, el ahorro, el respeto por las reglas. El entrenamiento.
Hay algo de negación en esta necesidad de creer en el milagro, en la especialidad de haber encontrado la vuelta que otros pasan de largo, o la información que nos permita gastar más de un día para el otro, mágicamente. Negación (ilusión) que se manifiesta en las ruinosas reelecciones que premian el pan para hoy que nos ofrece el líder, como si con esta confirmación le diéramos más realidad al sueño, como si con esta coronación del cortoplacismo no recreáramos la lógica circular de nuestro fracaso.
En principio, salvo que nos rebelemos contra el facilismo, no hay razones para que esto cambie. En ese caso, un cálculo aproximado indicaría que en el 2019 estaremos celebrando un nuevo modelo argentino. Y en 2023 lo estaremos enterrando.
*Economista y escritor.