Cuando atravesó las puertas blindadas de su “búnker” de la calle La Rioja 1945, el 30 de junio de 1969, el estratega, que siempre tenía un as en la manga, que confiaba al extremo en la intuición y llegó a sentirse imbatible en muchas ocasiones, el único dirigente sindical que se atrevió a medir fuerzas con el caudillo en el exilio, certificó con su vida que había traspasado el límite de lo posible. Hacía un tiempo que ya no se controlaban las fuerzas desatadas, se deterioraban los vasos comunicantes que oxigenaban el circuito de relaciones de su imperio. Y tanto poder sin rumbo, librado a su suerte, factiblemente haría encallar al capitán de tormentas.
El juego pendular de “golpear y negociar” se había roto abruptamente en la cúspide. Comenzaba, entonces, la leyenda. Para Juan Carlos Torre, autor de insoslayables trabajos sobre el sindicalismo peronista, el pragmatismo de Vandor consistió en valorar, en primer lugar, la suerte de la organización sindical. Con esto se quiere subrayar que fue un dirigente escasamente interesado en los planteos estratégicos y en los esquemas ideológicos. Frente a todos reaccionó habitualmente con la natural desconfianza de alguien que juzga la realidad circundante desde la óptica de la organización sindical y se preguntaba en cada caso si en ésta se perjudicaba o se beneficiaba. Participar permaneciendo en la oposición, he ahí la idea que quizá resume mejor la posición de Vandor y que a lo largo de su trayectoria lo opuso tanto a la llamada línea dura del sindicalismo peronista como a los dirigentes que se inclinaron por congraciarse con los poderes de turno en un país sin democracia.
Otro perfil del personaje trazará Eduardo Luis Duhalde, que fuera con Rodolfo Ortega Peña abogado de la UOM en la década del 60. Aquí se describe a Vandor esencialmente como un laborista que tenía muy presente la experiencia de Luis Gay y Cipriano Reyes, los dirigentes obreros de los tiempos inmediatamente anteriores al surgimiento del peronismo que tributaron a éste, pero que era capaz de apreciar los ejemplos del Labour Party de Inglaterra, que veía la política como arte de la negociación, y a ésta, sólo posible desde posiciones de fuerza.
Pléyades de dirigentes sindicales crecerían bajo su advocación, muchos entre ellos buscarían emularlo. Para otros tantos será el símbolo de todo aquello que había que enfrentar y cambiar, el arquetipo de la burocracia sindical que había traicionado a la clase obrera y el principal obstáculo en la lucha popular revolucionaria.
Su amigo Miguel Gazzera recuerda una comida en una cantina de Paraguay y Anchorena, en los meses finales. “En esa conversación –estaban presentes Paulino Niembro, Avelino (Fernández) y Lorenzo (Miguel)– le sugerí: “¿Por qué no te vas unos meses del país?, las cosas han quedado muy mal, te van a matar”. La respuesta tardó unos días: entre contrariado y reflexivo, me contestó: “Si hay algo que puede ser jodido para mí, prefiero que sea acá”.
Cansado, casi extenuado, Vandor envía mensajes a diestra y siniestra. Ofrece su respaldo a Ongaro buscando la unidad del movimiento obrero, pero la CGT de los Argentinos no responde y ratifica el paro general para el martes 1º de julio. Envía a sus colaboradores a entrevistar al presidente de la Junta de Comandantes en Jefe, almirante Pedro Gnavi, y al secretario de Trabajo, Rubens San Sebastián. Agenda mentalmente una probable reunión con Onganía que podría concretarse luego de un encuentro en el recreo del Sindicato de Aguas Gaseosas, el mismo lunes 30 de junio.
El relato de Gazzera. El sábado 28 de junio, aproximadamente a las 21 horas, mientras se hallaba elaborando un informe para la Mesa Coordinadora, lo visita Vandor y le solicita un proyecto de declaración para que fuera dado a publicidad por la CGT de Azopardo, refiriéndose a la situación del país, y repudiando al gobierno como ejecutor de la política liberal. A esa hora, luego de trabajar todo el día, Gazzera no estaba en condiciones de producir la declaración, así que promete que la tendría preparada para la mañana del día siguiente. “Ese domingo 29 me encontré con Augusto Vandor, que hasta ese momento no había conocido… Había olvidado la declaración que teníamos que analizar y se entregaba al juego con los niños casi con necesidad: desbordando ternura… Habló largo rato conmigo con sus dos hijos sentados en sus rodillas que lo hostigaban empeñados en prolongar el juego, mientras su compañera nos servía un segundo desayuno… Nos olvidamos de la declaración y era casi el mediodía cuando le entregué el proyecto que había preparado, y me despedí de Vandor. Entonces, naturalmente, ignoraba que me estaba despidiendo definitivamente de Augusto Vandor” .
El clima político estaba más que caldeado. Ese viernes 27 de junio había sido asesinado el periodista Emilio Jáuregui en una refriega policial. Jáuregui había trabajado como cronista en el diario La Nación entre julio de 1960 y diciembre de 1962. Es decir, hasta que decidió afiliarse al Sindicato de Prensa. en el que, después de varias discusiones políticas y divisiones, fue elegido secretario general. En 1966, Onganía intervino el sindicato. Emilio había encabezado una manifestación de repudio a la visita que Nelson Rockefeller, gobernador del estado de Nueva York, realizaba a Buenos Aires como enviado de Richard Nixon en una gira latinoamericana. La marcha fue apoyada por todos los partidos políticos; el radicalismo, el peronismo, los partidos de izquierda. La concentración mayor tuvo lugar en Plaza Once y, desde allí, Emilio, junto a un grupo, decidió bajar a la avenida 9 de Julio.
La policía reprimía y los manifestantes corrían; un patrullero persiguió a Emilio y le cruzaron el auto en Tucumán y Anchorena, abrieron fuego y lo mataron. Fue el único muerto y dos medios de entonces contradijeron la previsible versión oficial de que estaba armado: el diario La Prensa y la revista Primera Plana.
A las 8 de la mañana del lunes 30 de junio, Bernardo Neustadt tiene una breve conversación telefónica:
—¿Cómo está Augusto?
—Más o menos… Acabo de levantarme de una fuerte gripe.
—Quisiéramos invitarlo a un programa de televisión con jóvenes que quieren irrumpir en la vida sindical, preguntando…
—Puede ser, pero no ahora… Estamos con este problema de la unidad que no me deja dormir. Además mañana tenemos que evitar el paro, porque no lo entendemos útil para el movimiento trabajador, al que lo quieren arrastrar hacia el caos y la desintegración. Y usted sabe cómo es esto: hay que estar con los dos ojos bien abiertos… En todo caso, hablaré con Roqué, o con Héctor López… Mire, véngase para aquí, para Rioja, a las 11, y veremos…
Luego de estos últimos contactos con Gazzera y Neustadt, Vandor atiende por última vez el teléfono: es el dirigente y economista Antonio Cafiero, allegado a las 62 Organizaciones, quien llama a la sede de la UOM buscando a Gazzera. Eran las once y media de la mañana del lunes 30 de junio del ‘69.
—Hola, Vandor, ¿Qué dice?
—Hola, Cafierito.
—Lo ando buscando a Gazzera. ¿Está por ahí?
—No, aquí no.
—¿Cómo se prepara para mañana, Vandor? Todo saldrá bien, ¿no?
—¿Usted cree, Cafierito?
Cuelga el teléfono y sigue repasando la agenda diaria con sus colaboradores cuando oye ruidos extraños en la antesala de su despacho, en el primer piso del edificio de la calle Rioja al 1945. Acciona el dispositivo eléctrico que abre la puerta sólo desde dentro, le dice a Alfredo Pennisi, secretario de la seccional Santa Fe: “Che, voy a ver qué cornos pasa”, camina dos pasos y apenas alcanza a ver dos rostros y una ráfaga de balas fulminantes que lo tumban. Llegó a gritarle a Pennisi: “¡Alfredo, tirate al piso!”. Socorren en vano al secretario general su asesor de prensa, Federico Vistalli, y el asistente Mariano Martín. Pennisi y decenas de dirigentes, entre los que estaban Roque Azzolina, Herminio Iglesias y Norberto Imbelloni, habían sido reducidos por el grupo comando de cinco atacantes, que dejan dos artefactos explosivos y escapan sin intervención de la custodia. En apenas quince minutos, la trágica incursión había culminado. Trasladado al policlínico del gremio, en Hipólito Yrigoyen al 3200, Vandor murió antes de llegar.
Por esas mismas horas, la atención pública estaba concentrada en otra parte de la ciudad. Una extraordinaria movilización policial rodea el desplazamiento de Nelson Rockefeller, enviado del presidente norteamericano, desde el Palacio San Martín a la Casa de Gobierno, donde lo recibe el presidente Onganía. En las adyacencias de la Plaza de Mayo se apostaron cientos de policías de civil y de uniforme, camiones de la Policía Federal con personal fuertemente armado. Precedido por 28 motociclistas y tres carros de asalto de la policía, llegaba el visitante estadounidense acompañado de una nutrida comitiva. De la parte argentina participan de la reunión el secretario de Comercio Exterior, Elvio Baldinelli, el secretario de Agricultura y Ganadería, Lorenzo Raggio, el embajador argentino en los EE.UU., Eduardo Roca, y el asesor general de Planeamiento, Mariano Grondona. Era, hasta esa hora del día, la noticia más importante del día. Pero no lejos del despacho presidencial, el ministro del Interior y el jefe de Policía recibían los comunicados inicales de lo ocurrido en la sede de la UOM, en Parque Patricios.
Antes de las 12, las redacciones de los diarios ya conocían la noticia del atentado; las emisoras de radio y televisión no tardaron en divulgar las primeras informaciones, pese a que el coronel Luis Máximo Prémoli, secretario de Prensa y Difusión, deseaba que se ocultara el episodio durante una hora o dos.
*Autores del libro “Saludos a Vandor”, editorial Javier Vergara.