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El lugar social de la risa

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¿No vivimos, acaso, los argentinos, como si Isabel Perón no existiera? Vivimos como si no estuviera viva (aunque lo está) y aun como si no hubiese ocurrido (pero ocurrió). La tenemos más bien como un enlace necesario pero inexpresivo entre el peronismo (del que, por apellido y por cargo, sería un remanente ineludible) y el terror que vendría después (al que, con la Triple A y su accionar, anticipó y dio principio). Precisamos, claramente, reducirla o atenuarla, mitigarla u omitirla. Y hacer como si no existiera: se ha especulado más con una vuelta de Eva Perón, que sería nada menos que desde el Más Allá, que con una de Isabel Perón, para la que bastaría simplemente un vuelo directo en Iberia. Pasa con Isabel lo que con ese otro desprendimiento de Perón, más lúgubre aun, que son sus manos cercenadas: las echamos en el olvido y simplemente no pensamos más en ellas.

Frente al aluvión letrado inspirado por Perón y Evita, la bibliografía sobre Isabel es marcadamente reducida, exangüe en comparación: hay una biografía de María Sáenz Quesada, hay una novela de Fogwill (de la que él mayormente renegaba), y no mucho más. Pero en Happyland, la notable obra de Gonzalo Demaría que, con dirección de Alfredo Arias, se está dando en el San Martín, Isabel Perón es la protagonista. Y lo es de varias maneras: como bailarina en Panamá, como derrocada y detenida en Neuquén, como cruce malogrado con Evita, como versión travestida del propio Juan Domingo Perón.

Si en la valoración de una literatura cuenta no solo lo que ella misma es, sino también aquella a la que hizo posible, a la literatura de Copi hay que valorarla también por algunas marcas suscitadas en los textos de César Aira (que de hecho le dedicó uno de sus libros de ensayo), por la novela Una puta mierda de Patricio Pron (cuya tesis doctoral tuvo a Copi como objeto) y ahora por Happyland (que tanto le debe a la Eva Perón de Copi). Hay una clase de verdad (y en este caso, de verdad política) que solo puede decirse en velocidad, que solo puede contarse con vértigo, que solo puede plasmarse como farsa.

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Y es que Happyland llega a ser desopilante. Y consigue no dejar de serlo ni aun cuando refiere la tragedia de la criminalidad del Estado: la de Isabel misma, en su siniestra dupla con López Rega, y la de la Junta feroz que la destituyó. La risa es sabidamente un recurso fundamental para abordar los pasados trágicos. Pero es preciso ir probando y calibrando, cada vez, qué de la risa va resultando posible, cuánto y cómo, cuándo y de qué, dónde y para qué, si no se quiere derrapar en fáciles cinismos y en banalizaciones vacuas. Happyland es decisiva también por eso: por lo que expresa como avance en esa exploración tan importante y tan delicada. La risa (el lugar social de la risa) no queda igual después de Happyland.