En épocas en que se discute sobre inmigración, el mal llamado progresismo defiende las ideas de que las fronteras sean porosas y de que, si un Estado tiene mejor medicina, por una cuestión de derechos humanos, debe atender la necesidad sin fijarse en la procedencia del enfermo.
La inmigración, qué duda cabe, enriquece. ¿No son acaso magníficas Londres o Nueva York por su cosmopolitismo y sus comidas étnicas y fusión, subproductos culturales de la llegada de árabes, indios, armenios y latinos? ¿No se mejora la cosmovisión del mundo cuando se incorporan literatura o cine de países exóticos? ¿No fue el éxito de Estados Unidos el auge de su famoso Melting Pot? ¿No fue la prosperidad de la Argentina de principios de siglo XX la consecuencia del mestizaje? Por el contrario, los pueblos que se blindan para proteger sus costumbres, lenguajes y ritos permanecen impermeables a la dinámica del planeta, se esclerosan y declinan.
El problema es que esos mismos progresistas que apoyan la idea de la inmigración indiscriminada adoptan un temperamento de erizo cuando se trata de importación de mercaderías o de extradición de terroristas de izquierda. Para ellos se acaba toda apertura, clausuran las fronteras y aplican un discurso nacionalista y arcaico, según el cual hay que “vivir con lo nuestro”, sustituir importaciones y negar la extradición a los criminales, que pasan a llamarse “luchadores sociales”.
La contradicción es flagrante. Cuestiones como la pobreza, la droga, la ecología, el terrorismo o el mercado de trabajo no encontrarán solución, sino con políticas coordinadas. No se puede ser globalizador para que Buenos Aires reciba enfermos latinoamericanos y nacionalista para que la Argentina rechace la extradición de Apablaza Guerra o imponga restricciones severas a las importaciones. Cuando la coherencia consiste en defender o atacar según la simpatía ideológica del involucrado, no se trata de coherencia ni de ideología, sino de una plasticidad barata, de atletismo hipócrita.
*Periodista.