La única certeza es que el fiscal Alberto Nisman ya no está. Lo demás son aproximaciones más o menos verosímiles. Hace un par de semanas, en esta columna se discurrió sobre hipótesis conspirativas, escepticismo y paranoia. La realidad determina que, a veces, los temores se tornen pesadillas.
¿Suicidio o asesinato? ¿Denuncia genuina u operación contra el Gobierno? En nuestra encuesta publicada la semana anterior se expresaba el grado de escepticismo social. En efecto, más del 60% de los ciudadanos cree que el caso Nisman nunca se esclarecerá.
La muerte del fiscal es una de las mayores tragedias políticas desde el advenimiento de la democracia. Su gravedad ameritaba una intervención sensible, serena y ecuánime por parte del Gobierno, aun bajo el supuesto caso de que éste fuera víctima de un complot.
En contraposición, las sucesivas declaraciones de la presidenta Cristina Kirchner sólo aportaron dureza, mezquindad política y egocentrismo. Como en otras ocasiones, prevalecieron las palabras frías, expresadas en tono de certezas y empeñadas en atribuir el mal a los enemigos de siempre. La sensibilidad ante el dolor de la muerte y la templanza que corresponden a un estadista quedaron nuevamente lejos.
Un koan zen interroga: “Si tienes miedo de quien protege, ¿quién podrá protegerte de ese temor?”. Aplicado al caso, no se trata de misticismo oriental sino de desesperación ciudadana. En la marcha espontánea del lunes 19 se veía gente llorando. La vida en sociedad sólo es posible mientras se conserva una cadena de garantías. Un Estado de derecho es precisamente eso. Cuando se resquebraja, surgen el miedo y la parálisis. Y cuando el último garante elude su condición de tal, se intuye la dimensión del abismo.
Las acusaciones del fiscal Nisman contra el Gobierno podrán resultar verdaderas o falsas. Pero lo cierto es que detrás de su muerte se perfila una trama siniestra de intrigas, complots y perversas inteligencias desmadradas. Aunque el Gobierno insista en ser inocente de lo primero, no puede negar su responsabilidad sobre lo último.
Todo drama político remite en última instancia a un problema moral. No hace falta ser religioso para sostener que la civilización implica el intento humano de defenderse de su propio mal. Aunque sería ingenuo esperar que un gobierno resulte la encarnación del bien, es sensato confiar en que al menos no coquetee con el mal.
La moraleja es tan sencilla como conocida a través de la historia: cuando un gobierno incurre en la tentación de hacer jugar para sí a las fuerzas oscuras, tarde o temprano éstas terminan por salpicarlo. Y ante eso no caben excusas, reconocimientos tardíos ni desprolijos intentos de jugar a que todo cambie para que, finalmente, continúe igual.
*Director de González y Valladares Consultores.