Los periodistas Moisés Naím (venezolano, uno de los columnistas más leídos en habla hispana) y Philip Bennett (estadounidense, graduado en Harvard, ex managing editor en The Washington Post), escribieron un interesante artículo sobre las nuevas amenazas a la libertad de expresión, publicado en 2015 por el diario El Tiempo, de Bogotá.
Dicen allí: "A principios de la década de los 90, el periodismo llegó a Internet y la censura lo siguió. Los filtros, los bloqueos y los ciberataques sustituyeron a las tijeras y la tinta negra. Luego aparecieron diestros activistas en tecnología que encontraron formas de protegerse y eludir la censura digital. Se creó así la impresión de que les estaban ganando la batalla a burocracias gubernamentales centralizadas, jerárquicas y lentas. Pero los gobiernos aprendieron rápido, sobre todo los más autoritarios. Muchos dejaron de ser meros espectadores de la revolución digital para convertirse en expertos en tecnologías que les permitieron controlar el contenido, a los activistas y a los periodistas, y dirigir el flujo de la información".
Vistos los aires contaminados que están invadiendo las relaciones de gobernantes autoritarios con periodistas y medios, aún en el marco de sistemas representativos democráticos, se plantea una pregunta de academia: ¿cómo impedir que se sucedan, casi a diario, ataques muchas veces virulentos contra quienes ejercer este oficio y pretenden hacerlo en libertad y sin tijeras concretas o simbólicas? La respuesta se está haciendo cada vez más difícil por las razones que ya anunciaban Naím y Bennett tres años atrás. Lo novedoso, en estos últimos tiempos (novedoso, pero cargado de peligro) es que gobernantes autoritarios ya no ocultan sus intenciones censoras y las manifiestan de manera directa, concreta y hasta mortífera. Cada cual en su estilo: el soberbio de Donald Trump (“hago y digo lo que se me antoja y no me importa lo que opinen”), capaz de echar de la Casa Blanca a un prestigioso corresponsal por preguntar “lo indebido”; el amenazante de Jair Bolsonaro, que tiene en la mira al Folha de S. Paulo, y a otros medios críticos de su persona, sus ideas y sus planes; el presuntamente delincuencial de la corona de Arabia Saudita, a la que los investigadores independientes adjudican el asesinato del periodista Jamal Kashoggi; el insultante del oficialismo italiano, que calificó a periodistas críticos como chacales, prostitutas, esbirros a sueldo y perros de presa de la mafia.
Simone de Beauvoir: "El poder no tolera más que las informaciones que le son útiles".
El artículo de Naím y Bennett tiene un párrafo que sustenta esta inquietud: “En las democracias intolerantes, el modo en que un gobierno ejerce la censura suele reflejar la tensión existente entre la proyección de una imagen democrática y la supresión implacable de la disensión. Esto permite al gobierno mantener su dominio sobre los medios de información sin dejar huella. La nueva censura cuenta con muchos profesionales y con métodos cada vez más refinados”.
Como ya se ha dicho en este espacio, buena parte del éxito de Bolsonaro en las presidenciales brasileñas se debió a la utilización de whatsapp como medio para marcar tendencia en el electorado de su país, donde el 40% de la población aceptó que es ése el formato que prefieren para recibir información. Batallones de operadores coparon la aplicación, multiplicaron noticias falsas para desprestigiar al rival y ganaron la pulseada en la opinión pública.
Acá, en estas tierras, se está trabajando sobre la misma línea con la mirada en 2019. No hace falta echar periodistas de la sala de prensa, descalificarlos desde la oposición ni imitar a Trump, a Bolsonaro o a los italianos. Medio y mensaje enturbian el panorama.