En algún punto Videla se pareció siempre a lo que en sociología se debate como modernidad, pese a haber pasado su vida en estado de desesperación por defender los supuestos valores tradicionales del sentir nacional. Cuando Videla se parece a la modernidad, se parece a todos.
Todos somos modernos, ya que no depende de nosotros, sino de la época. Este mundo moderno se caracteriza, en líneas generales, por una enorme complejidad y diferenciación interna al mismo tiempo que por una imposibilidad de amigarse con la totalidad. ¿Quién puede evitar dejar de lado alguna cosa para hacer otra? Nos pasamos la vida haciendo selecciones, desde el canal de televisión hasta el orden de los libros a leer. Esto impone que lo que uno hace implica que definitivamente por ese instante la otra opción queda relegada. El mundo es un infierno interminable de opciones y alternativas, de las cuales sólo se pueden hacer algunas. Una de las razones de por qué la ciudadanía no participa en política es porque hay muchas otras cosas que hacer en simultáneo.
Las circunstancias condicionan nuestras selecciones. De todo lo que hay para hacer en el mundo, elegimos bajo condicionamientos, unas opciones y no otras. Tal vez no quiero saludar al encargado del edificio a la mañana, pero si él me dice “hola”, yo debo decir también “hola” para no ser descortés. Las circunstancias se me imponen aunque parezca que el mundo es consecuencia de decisiones racionales de todos nosotros.
La simulación de racionalidad en mis decisiones tiene un problema serio, y es que bajo las condiciones de la modernidad, los sujetos no son conscientes de este condicionamiento. Creemos que somos efectivamente nosotros y nuestro cerebro, y no vemos todos los condicionantes. Como nosotros pensamos que lo hacemos por nuestro razonamiento, imaginamos que los otros también y allí activamos un mecanismo de asignación causal: “este hombre hace esto porque sus intenciones ocultas son…”.
Hasta el último de sus días este fue el mecanismo discursivo del dictador. Las acciones de lo que se denominaba “la subversión” eran representantes de intereses ocultos por desarticular la patria y su naturaleza. Intereses extranjeros, comunistas, lectores de Marx y Gramsci, que debajo de la superficie intentaban poner patas para arriba el orden natural de las cosas. Los representantes de la entonces militancia revolucionaria responderían que ellos declaraban abiertamente sus intenciones y que en realidad los militares eran representantes de poderes económicos ocultos. Es decir, todos ocultarían algo por detrás.
El discurso político moderno está repleto de comunicaciones cruzadas bajo la forma de sospecha por las intenciones de un “otro” y en esto Videla se pareció a todos. La enorme diferencia es que no todos generan circunstancias para asesinar y desaparecer personas y hasta la espantosa actitud de dar en adopción hijos de detenidos desaparecidos a otras familias sin aclarar su identidad. El proceso que se inició el 24 de marzo de 1976 fue espantoso y trágico, pero no por eso deja de tener puntos de contacto con los mecanismos propios de la sociedad moderna. Videla, y todos los que acusan a otro de ocultar algo por detrás, ejecutan una asignación causal que el acusado siempre rechaza. Hoy las acusaciones cruzadas vuelan sin parar entre todos los actores políticos, no por la naturaleza de las personas, sino por la lógica propia de la modernidad.
Los discursos de Videla en los juicios recientes pueden ser interpretados como la voz de un cínico y cruel personaje o como un hombre más de la modernidad que eligió ser jefe de unos asesinos y no otra cosa, porque no se puede hacer todo. La primera opción hace del mundo un espacio sencillo, en el que sólo se trata de personajes; en la otra alternativa entramos en zona de mucha más complejidad y se trata de un espacio teórico aún por ocupar. De cualquier manera debo decir que, para mi hijo Felipe, un mundo sin Videla es un mundo mejor.
*Sociólogo, director de Ipsos-Mora y Araujo.