En su reciente visita a Buenos Aires invitada por la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Susan Buck-Morss, una de las más importantes pensadoras del presente, subrayó cada vez que pudo que el nacionalismo conceptual hace invisibles los efectos neoimperialistas de la economía global. La situación histórica de los pueblos organizados en Estados nacionales depende de la posición de esos Estados nacionales dentro de un campo económico mundial común. Hay un dilema entre la dependencia económica global y la dependencia política nacional, que marca el tono y el ritmo del siglo XXI.
El Brexit, promovido por la derecha británica, aparta al Reino Unido de las políticas de integración global. Perjudicará, sobre todo, a migrantes y trabajadores precarios. En Estados Unidos, el triunfo de Donald Trump está marcado por una vuelta al nacionalismo más cerril (que el propio Trump no puede sostener, porque es una marca global, pero del que se aprovechó electoralmente). Ahora, en Francia, se enfrentarán en ballottage las fuerzas de la extrema derecha nacionalista y un proyecto de centroizquierda que apuesta a la globalización.
El significado de las palabras ha cambiado sensiblemente en los últimos veinte años. Si el fin de siglo se apresuró a condenar la globalización capitalista como fuente de todos los males, hoy parece que la única condición para sostener determinadas ideas de ciudadanía mundial (lo que incluye los derechos de migrantes y de asilados) es... la globalización.
Tal vez haya que cambiar las palabras y reservar la antigua “globalización” para el movimiento de capitales y la internacionalización de las formas de explotación y postular una idea de mundo como necesaria premisa para la emancipación de los pueblos y la producción de condiciones aceptables de vida.
La globalización fue (y seguirá siendo) una gigantesca fábrica de infelicidad. La mundialización es un derecho y una esperanza.