¿Quién podía imaginar que un demócrata, nacido en el radicalismo, criado en el alfonsinismo, cultivado además por Néstor Kirchner como uno de sus intendentes favoritos –antes, cuando todavía capturaba adhesiones con obsequio de subsidios y obras– era capaz de levantar un muro ominoso y gigantesco que separara una calle de otra, un barrio de otro, un ser humano de otro? Casi un acto demencial si se lo observa con mentalidad europea (aunque los alemanes tuvieron su propio paredón gracias a los soviéticos, o los franceses su inservible Línea Maginot) o norteamericana (quienes dispusieron del propio para controlar o impedir el ingreso de los mexicanos). Impensable la decisión en un hombre como Gustavo Posse, maduro y sensible, siempre elegido democráticamente, casi invencible en las urnas como su padre, dialoguista y apareado a la expresión más progresista de la Iglesia Católica representada por el obispo de San Isidro, monseñor Casaretto. Algo huele demasiado mal en Dinamarca para impulsar un proyecto tan odioso.
A cargo de una de las zonas más ricas de la provincia, con medios de los que otras carecen, Posse en San Isidro finalmente se estrella en la construcción de un paredón que lo divida físicamente de San Fernando como alternativa para frenar, en parte, la invasión de delincuentes que han convertido a una, en tierra a someter y vejar, y a la otra, en santuario de los malvivientes. Su iniciativa, explican quienes la objetan, tiene una raíz política para congraciarse con sus despojados y quejosos vecinos. Más bien, al margen del primitivismo de la construcción, parece una muestra de impotencia para contener el avance de los bárbaros, una resolución desesperada. Finalmente, trata de ofrecerles a quienes no pueden vivir en barrios cerrados –y pagan los mismos impuestos– una protección semejante a la Muralla China, en la que estos últimos guardan sus miedos. La vuelta al Medioevo, si se quiere. Aunque, como hace 50 años, en el clásico La ilusión de la seguridad, el austríaco Egon Eis ya demostró que ese tipo de límite siempre culmina burlado.
Extraña actitud en una familia que gobierna el distrito desde 1958, con la pausa obligada de las administraciones militares. Melchor Posse, el padre, se despertó como ganador frondizista entonces e irrumpió ya mayor en las inmediaciones del alfonsinismo con la democracia: milagro de la política, hasta desplazó con votos a Leopoldo Moreau cuando éste era el preferido del mandatario de Chascomús. Le costó esa falta de familiaridad, siempre fue un injerto en el régimen, desclasado, apenas en el final de Alfonsín lo recuperaron para insinuarlo en un cargo de fracaso incesante en el gobierno (el Ministerio de Trabajo). Pero no se pudo dar a pesar de que le levantaron la excomunión. Su hijo Gustavo le continuó con la misma estela de victorias en el distrito, se solazó derrotando a radicales cercanos y a un peronismo que en San Isidro, como se sabe, padece el estigma de los Cafiero y adláteres. Ni al padre Posse, ni al Posse hijo, se les pueden atribuir características reaccionarias, fascistas.
Realidad virtual
Fe democrática entonces, experiencia en la gestión, aprobado repetidas veces por las urnas, con más disposición policial frente al delito que otros colegas municipales, el último Posse se ampara ahora en una cortina divisoria de cemento para mitigar la azarosa vida de los vecinos que lo votan –más los pobres que los ricos–, de quienes no pueden vivir por la afrenta constante de la violación. Parece la exasperada actitud de un vencido (además, ese murallón finalmente no se construirá), pero a él no le van a decir –como paladinamente predican las damas protegidas de cualquier ataque, léase Carmen Argibay o Cristina de Kirchner, por no hablar de las canallescas declaraciones de Aníbal Fernández sobre lo canallesco del proyecto– que no existe la furia vandálica cotidiana sobre los hogares bonaerenses, que es una ensoñación nacida de la exagerada enfermedad de los medios periodísticos para vender sus productos. A él, casi escriturado por el kirchnerismo hasta hace poco, no lo pueden enlodar con esa imputación.
No es Luis Patti ni Aldo Rico (a éste, por otra parte, los exégetas de los Kirchner podrían convocarlo como numen a la hora de escribir inspiradas solicitadas). Ni tampoco corresponde endilgarle a Posse que se ha dejado tentar o atemorizar por la “sensación” de inseguridad que denuncia el Gobierno como poder destituyente cada vez que algunos de sus funcionarios explican, con cinismo, la tenacidad delincuencial que asuela a los ciudadanos en la provincia (aunque Posse, más que otros intendentes, recibe el castigo de los titulares cuando hay episodios violentos: siempre en su rico distrito, el escándalo mediático rebasa al de otros más modestos: a igualdad de hechos, no hay igualdad de tratamiento).
Tanto la “sensación” como el artero periodismo que exagera son argumentos pueriles, propios del autismo, una canción para regodearse a sí mismo como única música, incapaz finalmente de ocultar esa presión avasallante del delito, la impunidad consecuente, un fenómeno que humilla no sólo en ese rincón de San Isidro sino en todo el núcleo de la provincia. Y, si bien la medida de Posse parece intelectualmente subdesarrollada, casi de cariz africano (o de ciertos países del Africa), muchos de los argentinos que la critican no desean ver el subdesarrollo en el que a su vez viven. Todos los días.
Se trata del robo, el secuestro, el tráfico de droga y su distribución masiva en ciertos sectores, el cobro de peajes por transitar, el consumo público del paco, el paroxismo de la violencia, hasta el descenso humano, colapso colectivo en el razonamiento de que antes se vivía mejor porque “te robaban, pero no te mataban”. O el exilio, ya que otros muros invisibles se han levantado en el distrito: gente que abandonó y abandona –los que pueden– sus viviendas, que ha dejado a la venta (basta ver los carteles envejecidos de inmobiliarias) o alquiler “el sueño de la casita propia”.
Se han devaluado zonas enteras –sólo hay demanda para countries o barrios cerrados–, ni ofertas existen para otras transacciones, quedan esos albergues como bienes mostrencos de ocupantes que huyeron por una razón: el miedo. Temor a perder la vida, hijos, familiares, no sólo bienes.
Acusaciones cruzadas
Posse, quizá sin saberlo, introdujo de nuevo el nudo que desvive a los argentinos desde hace más de una década: la inseguridad. Tal vez su propuesta genere excitaciones colectivas tipo Blumberg, tildadas naturalmente de “derechas” y que, como siempre, derivan en bizantinas discusiones sobre la mano dura o blanda. O sobre la pena de muerte. Temas en los que nadie piensa realmente (y si alguna minoría lo hace no se atreve a plantearlo en términos públicos), la excusa final para escaparse del problema. O decir en el mismo sentido evasivo que Posse se volvió loco. Como generalmente se explica al suicida para evitar que a uno se le ocurra esa determinación. Posse, debe recordarse, encabeza una tierra que no debe ser la más arrasada por los delincuentes, pero supone en su actitud –por influencia y poder económico– la representación global de un territorio al que parece respetarse sólo porque determina los resultados electorales. Y que, para entrar en tema, explica parte de la locura política que desemboca –en una de sus expresiones– en el muro medieval que pretende clausurar los corredores por los que entran y salen con impunidad ladrones, dealers y criminales, con víctimas en las dos puntas de los infinitos corredores. Pobres y ricos, sin distinciones.
Lo que ha sido demente en Buenos Aires es, por ejemplo, que haya tenido responsables de seguridad como Aldo Rico (con Carlos Ruckauf), como León Arslanian (con Felipe Solá) y Carlos Stornelli ahora (con Daniel Scioli).
Todos con pensamiento distinto, contradictorio, sobre el mismo tema y, lo mas grave, pérfidamente inútil. Como si el bien preciado de la tranquilidad ciudadana fuera carne a repartir entre los partidos políticos y, especialmente, de un mismo signo.
Podría escribirse un tratado sobre la connivencia de policías y jefes comunales en Buenos Aires, pero en tiempos de elecciones ese ejercicio sería considerado conspirativo aunque algunos hombres que se acercaron al kirchnerismo lo denunciaron y luego se llamaron a silencio (Marcelo Sain, entre otros). Todos los funcionarios, eso sí, reiteraron la costumbre de fotografiarse con nuevos móviles, patrulleros y camionetas, teconología a proveerse, chalecos antibalas –contratos, siempre contratos, promesas a cumplir y el aditamento de incorporar gobernadores y presidentes creidos de que esas instantáneas les reportarían más voluntades ingenuas (viene, pronto, también la novedad de la instalación de cámaras en puntos neurálgicos de la provincia, más contratos obviamente, como si La Matanza fuera Mónaco). Todos, además, con el mismo hábito reactivo: replicar a las encuestas populares de protesta, a los crímenes horribles, a los sonados secuestros. Jamás prevenir.
Inclusive, la instalación del 911 (retrasada en comparación con otros lares, pero conveniente) se ampara en el concepto de proceder cuando ya ocurrió el episodio. No se sabe de la inteligencia criminal, de la investigación previa. Podría ser sospechoso –para el progresismo– imaginar un instituto público en ese sentido.
Doblegarse en silencio
Como las estadísticas resultaban inverosímiles ante la opinión pública (aduciéndose siempre que bajaba el delito), se procedió al estilo Guillermo Moreno, aunque a él jamás se le ocurriría algo tan extremo: se suprimieron las estadísticas. Oficialmente. O, por lo menos, no se divulgan, ya que su difusión contribuiría a multiplicar la “sensación” de inseguridad que tanto altera a gente del Gobierno o de la Corte Suprema que, por supuesto, dispone de protección. Por lo tanto, no pueden realizarse estudios comparativos, elementales para cualquier análisis. A ese dislate, otro anecdótico: tuvo el ministro de Justicia bonaerense, Ricardo Casal, la imprudencia o coraje de confesar que había crecido el delito en los últimos meses; democráticamente, un día después, dijo que se había equivocado. Le aplicaron, en apariencia, la regla básica del kirchnerismo: doblegarse y silencio.
La interna continúa, a pesar de que el modelo –según vitorea el Gobierno– siempre es el mismo: como Stornelli practica lo contrario a lo que instrumentó Arslanian, los seguidores de éste lo cuestionan; algunos de Stornelli, a su vez, reflexionan: los peores lugares de inseguridad del país son Buenos Aires y Mendoza, en ambos –dicen– se aplicó el plan Arslanian, esa herencia costosa y maldita. Nadie vaya a pensar que hay dinero de por medio en estas discrepancias.
Frías estadísticas
Más datos sueltos para tomar en cuenta en torno a quienes se indignan con la presunta locura de Posse mientras se ofrecen como ejemplos de la normalidad mental:
l En Chile, el gasto presupuestario por seguridad es del 20%; en Buenos Aires, del 7%. Con la misma plata, a veces no se compra lo mismo; es de imaginar la diferencia, cuando el dinero resulta notablemente inferior.
l Según los estándares internacionales, a la Policía Bonaerense le faltan como mínimo unos l0 mil agentes. Armados y entrenados, claro.
En Mar del Plata, por ejemplo, al tope en los registros de inseguridad, la ciudad dispone de muchos menos policías de los que necesita para combatir la delincuencia, sin mencionar los consejos de los expertos en la materia en cuanto a cánones mundiales.
l Se incorporó el rubro “adicionales” en las fuerzas. Es decir, gente del Estado que cumple horas extras al servicio privado como guardias (naturalmente, con uso de materiales que provee el propio Estado o los cándidos contribuyentes a los que deberían proteger). Para quien debe mejorar ingresos (un jefe de policía retirado se lleva al bolsillo 4.500 pesos), el “adicional” es un recurso para compensar su presupuesto. Este sistema, casi inédito en el mundo, determina que los 52 mil hombres dedicados al ámbito bonaerense sólo trabaje un tercio durante el día: el otro hace adicionales y el último descansa. Si las remuneraciones fueran razonables, 50% de los efectivos totales estarían realmente en funciones. Antes, la Policía Bonaerense brindaba esos “adicionales” en exclusividad; ahora, también lo hace la Gendarmería.
l Como falta personal policial, desde hace un tiempo se recurre a gendarmes y delegados de Prefectura, como si fueran sobrantes de esas instituciones. Es decir, agentes en los cuales el Estado gastó dinero y enseñanza para navegar o vigilar fronteras –por ejemplo– y ahora los dedica a controlar calles, villas o salideras de bancos (también, aunque sea otro tema, parece un despropósito ver a los agentes de Prefectura controlando la seguridad en los restaurantes de Puerto Madero).
l Una estimación de los radares necesarios para controlar el ingreso de droga al país –uno de los dramas de los últimos tiempos– ronda en los 53 aparatos. Por el momento, solo hay constancia de l3. Tarea más exigente para la Gendarmería por esta carencia, pero como este instituto entrega hombres a la Bonaerense, el tráfico de droga no se persigue ni con radares ni con hombres especializados.
l Otro drama es la Justicia: si hoy se comete un delito en Quilmes, hasta 20l3 o 20l4 no hay fecha para su tratamiento judicial (juicio oral). Nadie conoce preocupación de la Corte por este marasmo burocrático, deben tener otras prioridades.
Podría continuarse hasta la extenuación. Desde la compra de 4x4 o motos Guzzi (el service se cotiza a mil dólares) en el pasado, caras e insólitas extravagancias cuando ni siquiera pueden ir dos agentes en una camioneta (y, por lo tanto, uno solo debe manejar y disparar al mismo tiempo, con lo cual invariablemente termina muerto o herido), hasta, lo que es más grave, el deéicit social: la existencia de 450 mil menores que no trabajan ni estudian en el ámbito bonaerense a pesar de haber tenido, el país, los mayores récords de crecimiento en los años del kirchnerismo. Por no hablar del nivel de pobreza, superior al 30% en la provincia, según una estimación de la Universidad Católica Argentina. Nadie ignora que la oportunidad –y la necesidad, en ocasiones– hace al delito.
Lo del muro de Posse, como sociedad moderna, resulta demencial. Pero, sin enumerar la cantidad de crímenes ni asaltos, volumen y tipos de droga o secuestros, la lectura simple de los ramalazos anotados en la lista anterior demuestra que nadie puede presentarse como cuerdo.
Menos si se proviene del reposado y custodiado escritorio de quien dice presidir una sociedad moderna.