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El museo imposible

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Hace mucho que no escribo de teatro y no sé por qué; lo más razonable sería que no escribiera de ningún otro asunto. Pero cada vez que hablo de teatro ante lectores ocultos o público indefinido (me acaba de pasar en el Encuentro Federal de la Palabra, donde se nos escuchaba en todo el país por streaming) creo que orbitan sobre el teatro (o sus discursos) dos pesados lastres inconscientes.

El primero es un asunto federal. Lo que enunciamos del teatro parece aplicarse a los límites de Buenos Aires. Ultimamente estoy compelido a pensar que veo un teatro, que pienso un teatro. Y que hay muchos otros que no entiendo bien.

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El segundo lastre es el rumor que hacen correr sobre nosotros, dramaturgos, ciertos escritores de novela o prosa: que somos escritores con “capacidades diferentes”. Es broma, claro. No explica por qué los dramaturgos ganan los Nobel o por qué se les celebran sus 450 años sin que otros autores de  ningún otro género puedan opacar ese lugar que la historia de las letras les reserva. ¿A qué viene el resquemor? ¿Para qué ensañarse con una disciplina artística que no piensa responder nada a los embates marmóreos de la Gran Literatura? Es cierto que muchos, muchísimos, dramaturgos prescinden alegremente de la elegancia formal de las palabras. La palabra en teatro –se dice– se convierte en acción, y la acción no es ni elegante ni formal. A veces incluso se disfraza de error de habla, de costumbrismo barato, o –en el peor de los casos– de tesina. Pero la literatura es –debe ser– capaz de incluir tales desmanes.

Precisamente en Tecnópolis, alguien me hizo una pregunta sobre la arquitectura y el teatro. (Muchos suponen que puedo hablar de arquitectura sólo porque filmé esa película viral en la casa de Le Corbusier.) La pregunta no era del todo desacertada y apuntaba a por qué todas las artes buscan lo mismo y sin embargo producen virtualidades tan diferentes.

La mejor respuesta acabo de encontrarla en Museo, la nueva creación del grupo Piel de Lava (Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Valeria Correa y Laura Paredes dirigidas, perdidas y reorientadas esta vez por la directora Laura Fernández), que vienen a demostrar cuán saludable es abandonar los prejuicios que enemistan a artistas de diversas disciplinas haciéndoles creer que sólo la suya es relevante. En esta obra desopilantemente triste que hará las delicias de artistas visuales y críticos, cuatro artistas/curadoras/mecenas/gestoras/herederas se emborrachan en la inauguración de las obras edilicias de un museo, el museo en el que han depositado sus pasiones y su historia. El museo es una enorme caja vacía que espera –voraz– se lo rellene de alguna cosa. ¿Qué vale la pena conservar? ¿Qué debe destacarse? ¿Cómo debe recorrerlo la cultura? El museo como reservorio, pero también como negocio: ¿quién decide lo que vale y para qué? Estas actrices, leídas en el arte conceptual o las teorías de recorrido de museos, tan risibles y eficaces como los planes para diseñar los shoppings, vienen a complejizar lúdicamente y sin querer varias preguntas.

El teatro pone en escena una situación armada por chamanes que invocan las imágenes para ser vistas en un acto público por la misma comunidad de sentido en la que esos chamanes hacen sus compras, reciclan su basura o votan diputados.

Otras artes, como la plástica, tal vez, se rigen mejor por las leyes del mercado: las obras devienen objetos, cuadros, fotografías, originales, esculturas, y se pueden poseer. Son blasones de familia, indicios de riqueza, propiedad política de los museos de los Estados. De allí que el gusto, la moda, la tendencia, el design, las vanguardias o el conceptualismo influyan tanto en su zigzagueante derrotero. Es poder.

Pero el teatro es siempre un arte colectivo, con una firma mixta que difícilmente devenga empresa. Y para colmo, no genera productos conservables: a lo sumo obras de vigencia sospechosa, ya que mientras dicen alguna cosa están diciendo otra que –se supone– subyace a lo aparente.

Hay mucho de lo que reír en este Museo de talentos. Pero mucho más de qué angustiarse. Y las dos cosas ocurren a un tiempo, otro mérito de la acción, que tan mala fama parece tener entre algunos artistas y escritores. Un museo en sí es una cosa temible; un museo vacío es puesta en abismo de la peor de las angustias.