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debate de proyecto

El negacionismo no es libertad

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Quisiera responder brevemente dos artículos escritos por dos profesores de filosofía del Derecho argentinos: Andrés Rosler y Ricardo Guibourg, quienes en sendas columnas en el diario La Nación, cuestionan el eventual proyecto de penalizar en Argentina el negacionismo del terrorismo de Estado, que contó, mientras se cometía, con el beneplácito “libre” de gran parte de la vida académica argentina y la prensa, incluyendo a no pocos historiadores “objetivos” y serios, que no han dudado en cuestionar al revisionismo histórico “decadentista“ primero, y a los juicios de derechos humanos (llevados adelante por abogados historiadores revisionistas decadentistas como Eduardo Luis Duhalde) por “parciales”, después.

En Alemania sucedió y en buena medida aún sucede una discusión semejante. Los defensores de la supuesta “libertad” de expresión (entre los que se cuentan los neonazis, aunque también historiadores como Ernst Nolte, que pretende que los alemanes vuelvan a sentir “orgullo“ de su identidad) sostienen que al criminalizar el negacionismo del horror nazi, se atenta contra su propia “libertad” de expresar su “opinión” o “pensamiento”. El Estado alemán, y gran parte de la sociedad civil, incluyendo a los grandes partidos, por el contrario, entienden que el negacionismo es un germen veloz en sociedades que se acercan peligrosamente a la xenofobia, como la europea. La penalización del negacionismo pretende ponerle un límite a la mentira, por más que la misma puede ser expresada libremente como una “opinión” o defendida como un pensamiento.

El desafío del derecho al penalizar el negacionismo, es ponerle un limite a la mentira, para que el horror no encuentre nuevamente un suelo fértil en el cual crecer: la ignorancia que la penalización combate. Los pueblos que desconocen su pasado, están condenados a repetirlo. Con la convicción de que el horror nazi no debe volver a repetirse, es que el Estado alemán ha propuesto penalizar a quienes lo desconozcan (como parte de sus tareas pedagógicas), no porque pretenda censurar la libertad de pensamiento de nadie, sino por el efecto que esas mentiras pueden tener en el resto de la población. De hecho, el nazismo se basó en la propaganda basada en mentiras. Si esa libertad hubiera estado acotada, las mentiras expandidas (como opinión “libre”) por el nazismo habrían encontrado un límite. El límite que precisamente el Estado alemán (por eso los modelos de posguerra se denominan democracias constitucionales) traza con la criminalización del negacionismo, medida que comparte con Francia.

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No es entonces un ataque a la “libertad de opinión”, sino una ponderación de derechos en conflicto, de un lado la libertad de opinión (como dicen los nazis, que se sienten “censurados” en su “libertad” de “opinar”, y ciertamente se les pone un límite) y del otro, la prioridad civil de evitar el horror que procede casi siempre de la mentira y la estigmatización disfrazados de (o defendidos como) meras y libres “opiniones”.

Al negacionismo solapado que muchos denominan “libertad de pensamiento“, otros lo entienden como la negación de la libertad de cientos de hijos, que aún hoy desconocen su verdadera y libre identidad “completa”. Porque siguen robados. Para ellos, y para quienes defendemos la memoria histórica, el negacionismo no es libertad, es la denegación de cualquier libertad, incluyendo la libertad de expresión. Y también de pensamiento.

 

* Director Escuela del Cuerpo de Abogados del Estado (ECAE).