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El "haiga" de Kicillof

No es un furcio

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Los medios dedicaron ríos de tinta e ironía a una expresión del gobernador Axel Kicillof. Sin embargo, emplear determinadas expresiones (hablar como habla el pueblo), más siendo el único gobernador con un doctorado que se recuerde (título que muy pocos funcionarios detentan), no puede ser presentado como un “error” o como “error verbal”. El lenguaje es un campo en disputa y hablar de forma “incorrecta” puede tener varias implicancias (políticas y culturales) deliberadas. Es un caso semejante a la impugnación que se hace históricamente al peronismo “inculto” (no saben “hablar”) y a la vicepresidenta por no emplear el término presidente, como si fuera un genérico neutral (la RAE incluye el presidenta). Quienes definen o creen poder definir cómo se debe hablar, son quienes manejan de forma en general autoritaria mucho más que las nada inocentes reglas de la gramática, porque el lenguaje condiciona nuestra forma de ver el mundo, nuestra conciencia, nuestra forma de entendernos y comunicarnos con los demás: el lenguaje da forma a nuestra identidad. Quienes dominan las reglas del lenguaje, dominan nuestra mirada (a menudo colonizada y estrecha), comunicación y participación cultural. Por eso existen palabras prohibidas, que no se pueden decir (Perón, por decreto 4.161 de la Revolución Libertadora, que también proscribió justicialismo, peronismo, tercera posición), o que se evitan por “buena educación”, cosas que no se deben decir en la mesa. Todo esto genera un lenguaje excluyente, destinado a excluir. Las “malas palabras” son un ejemplo. Muchas de ellas no tienen nada de malo (no hay palabras “malas” por naturaleza), pero no se dicen en teoría por “buena educación”. Esa buena educación suele ser una forma de hipocresía, que no quiere asumir en público lo que se promueve en privado. La palabra puta es un ejemplo. Puta es una “mala” palabra. Y sin embargo, decirla es la mejor forma de visibilizar un sufrimiento y una práctica de violencia contra las mujeres. Decir “malas palabras” puede ser una forma de romper un silencio arbitrario que encubre prácticas ominosas. Cometer “errores”, hablar en forma “incorrecta”, decir “malas” palabras, puede ser mucho más que un mero juego verbal. Es una impugnación política acerca de cómo se debe hablar y qué se puede o debe decir, y qué no. Hablar “mal” es romper un esquema. 

Así como el lenguaje inclusivo pretende imponerse más allá de las esquemáticas reglas de la gramática –precisamente inflexibles porque entienden que el “cambio” de reglas gramaticales va mucho más allá de un mero cambio “verbal”– el habla popular está cargada en principio de lo que la Academia denominaría sin vacilar “errores”, contradicciones, formas “incorrectas” de hablar, pero que en el fondo expresan una forma de entenderse, de identificarse, de comunicarse, de construir con sentido particular, tan legítimas como cualquier otra y mucho más populares que las formas académicas. Así como hoy se dice que “haiga” es un “error”, también se dice lo mismo del lenguaje inclusivo y se sostuvo lo mismo de las canciones de cumbia o de rap combativo. Detrás de estos “errores” muchas veces hay formas incipientes de resistencia cultural y política, formas de protesta, identidad y comunicación de culturas que no configuran “error” alguno, aunque se salgan de los parámetros preestablecidos de la gramática castellana. Por eso no es un “error” ni un “furcio”. Es una forma de acercarse a la población que tiene problemas muy alejados de las reglas de la gramática.

Conmover el lenguaje, “equivocarse”, hacer “bardo” (palabra que denota conflicto y desorden, pero que originariamente significaba poesía, giro semántico que comenzó en el Proceso), hablar “mal”, decir “malas” palabras, cometer furcios (como advierte Sonia Sanchez en su libro Ninguna mujer nace para puta) es una forma de resistencia, de generar conciencia allí donde se impone el silencio con sus formas y convenciones, con sus formas de hablar “correctas”.

*Director Instituto Latinoamericano de Criminología y Desarrollo Social.