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El noveno escalón

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Sabemos el regocijo que suscita en el público en general la sencilla constatación de lo brutas que son las adoradas estrellas televisivas: una que no sabe que ya no existen los dinosaurios con vida, otra que consulta si un homosexual que adopta a un hijo no estará luego condenado a violarlo, etc., etc. El telespectador medio ante eso no se espanta; al contrario, lo celebra, lo encomia, lo aprecia como virtud de transparencia, el mérito de la total espontaneidad. O bien, llegado el caso, disfruta de una posible identificación, le gusta comprobar que las figuras de la pantalla se le parecen (y eso aunque sí esté avisado de la extinción de los dinosaurios o sea apto para diferenciar a un homosexual de un sexópata).

Según parece, es así: en la televisión, la ignorancia a veces complace. Debo aclarar que de nada de esto me quejo, solamente lo estoy constatando. Pero a poco de constatarlo, me pregunto, ¿y con Gerardo Sofovich, qué? Porque entre las cualidades que se resaltaron en él, a propósito de su fallecimiento, en más de una oportunidad se verificó la de su considerable cultura. Sofovich el culto: ¿en qué lugar de la veneración televisiva se encuadra esta figura? ¿Se trata del falso culto, a lo Nelson Castro? ¿O se trata del caso contradictorio del culto que dedicó su vida entera a fabricar toneladas de incultura, con frecuencia bajo el disfraz aparente de la cultura popular?

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Tal vez haya que situar a Sofovich en una constante conciliación de opuestos: el avaro (o su fama de tal) / el derrochador (o su fama de timbero), el especialista en galanteos (¡un caballero!) / el maltratador de mujeres (¡un tirano!). También el humorista malhumorado, siempre haciendo reír y siempre de mal talante. Lo hemos visto en Los ocho escalones: de todo sabía. Y a menudo, a manera de lujo, se explayaba después de acertar, no fuera a pensarse que era pura cuestión de suerte.

Yo confieso que, no pocas veces, ignoraba esas respuestas que él brindaba sin hesitar. ¡Qué despliegue de información, ante mi mente casi por completo en blanco! Lo admito y me lo reprocho: ¿en qué bache de mis tantas lecturas, de mis tantas clases, de mi mustio doctorado, se formaron esas vastas lagunas? ¿Con qué fue que me distraje hasta reunir cúmulos tales de desconocimiento? Ya lo sé, ya lo sé: son las horas que perdí con el “Hola, mami” de Luisa Albinoni, o con el trato despectivo que Rolo Puente dispensaba a Minguito Tinguitella en el bar, o derrumbando sucesivos yengas con mi mal pulso y mi impaciencia, o viendo Las minas de Salomón Rey una noche oscura, de mucha angustia, hasta bien tarde.

A menos que yo haya entendido mal, y quienes destacaron a Gerardo Sofovich por ser tan admirablemente culto lo hicieran, taimados, a manera de objeción. Que lo quisieran despedir así, con ese solapado reproche: que contando con algún saber se hubiese afiliado, con tanta constancia, a la causa opuesta.