La inseguridad es sin duda el problema de la actualidad más abordado y peor tratado. En la TV termina por ser una fuente de rating, a fuerza de panelistas a los gritos. Y la dirigencia política la mayoría de las veces lo encara al calor de la campaña, como un eslogan fácil pero superficial.
Otro sector de la política evita el tema como la lepra, porque cree que cualquier solución que propongan será una claudicación a sus ideas.
Así se abren dos estrategias, ambas igualmente inútiles para uno de los problema más ásperos que enfrenta la Argentina.
Pocas semanas atrás, como si nada, se informó que tres jefes distritales de La Matanza habían sido separados de la Policía Bonaerense acusados de formar parte de una organización que se dedicaba a los secuestros exprés, asaltos, robos de autos y venta de autopartes robadas.
Como describió PERFIL al reconstruir la denuncia, el desmantelamiento de la banda policial dejó al descubierto que el sistema de recaudación ilegal de la policía de la provincia de Buenos Aires se mantenía intacto. Ahí precisamente reside el nudo de la convivencia que entrelaza la política con las fuerzas de seguridad.
Al financiarse con el dinero de la ilegalidad, la dirigencia pierde cualquier autoridad para fijarle límites y reforzar los controles. Sin conducción política, la policía cae en la connivencia con el delito. Luego vienen las zonas liberadas, las bandas mixtas, los marginales contratados y por último, las víctimas, aquellas caras que luego se replican suplicantes en los carteles que sobrevuelan las marchas del dolor. Cuando ya es tarde.