El gobierno kirchnerista había logrado hasta ahora “legitimidad de resultados” independientemente de los medios utilizados para conseguirlos.
Por un lado, porque consiguió, a través del relato, que la memoria colectiva comparara la situación actual con la vivida a finales del siglo pasado. Y, por el otro, un escenario internacional extremadamente favorable le permitió un fuerte incremento del gasto público, incluyendo subsidios al consumo, empleo, salarios públicos y moratorias previsionales con bajo conflicto de financiamiento y muchos “clientes”.
Sin embargo, si bien el Gobierno mantiene su “ventaja comparativa” respecto de la crisis del 2001/2, los resultados han ido empeorando en los últimos años.
El escenario internacional se mantiene benévolo, es cierto, pero ya no muestra la dinámica que tenía en el pasado. Sin esa dinámica, sostener un gasto público creciente genera un mayor conflicto distributivo, tanto por la mayor presión impositiva como por el uso y abuso del impuesto inflacionario.
Es decir, para mantener la simpatía de algunos sectores de la población, se empiezan a perder, por la presión tributaria y la inflación, el apoyo de otros sectores, también importantes. A varias actividades les llegó “el descuidado largo plazo”. Transporte, energía, infraestructura en general, que se suman al deterioro creciente de bienes públicos esenciales con efectos no sólo en la calidad de vida, sino en la vida misma.
Ante este panorama, las respuestas de política –salvo alguna excepción aislada– no han hecho más que agravar los problemas o postergar su solución.
El mix de todo esto es una economía mediocre en su crecimiento, aunque estancada en niveles altos de consumo.
Con inflación instalada en los “veintitantos”, sin crear empleo privado, con dificultades para que suba el salario real, dadas las paritarias “en cuotas” y la menor productividad. Con freno en la inversión privada, por crecientes señales de pérdida de rentabilidad y por dudas acerca de la sustentabilidad de largo plazo de los actuales precios relativos, incluyendo la evolución futura del tipo de cambio oficial, dada una brecha cambiaria que supera el 50%.
Desde el punto de vista electoral, y en función de lo vivido el jueves pasado, queda claro que una parte de la sociedad empieza a considerar más importantes los malos resultados presentes.
Mientras otra parte de la sociedad sigue recibiendo, aunque en menor escala, los beneficios de corto plazo del actual esquema.
Así, desde la economía se viven dos tipos de divisiones en la sociedad: la que separa a oficialistas de opositores y, dentro de los opositores, la que separa a quienes consideran que los males actuales son sólo consecuencia de la mala gestión, incluyendo la corrupción, y quienes consideran que, además de la mala gestión, es el actual modelo intensivo en estatismo e intervencionismo en los mercados la causa central de los problemas que hoy presenta nuestra economía.
Pero ese debate quedará para las elecciones presidenciales. Lo que sí puede hacer ahora el amplio arco opositor, para transformar la protesta en acción, es acordar el conjunto de leyes que están dispuestos a votar, de ser electos, incluyendo una reversión de la actual reforma judicial y mecanismos que doten de mayor transparencia las licitaciones de obra pública, por ejemplo. Sumados, por supuesto, al rechazo de cualquier intento de reforma constitucional.
El oficialismo, como ya pasó después del 8N, no va a cambiar, por más masivas que sean las manifestaciones en contra. Sólo cabe esperar una respuesta proactiva de la oposición.