El olor de la India, El olor de la guayaba, El olor de las especias, El olor de la papaya verde, El olor del dinero, El olor de la noche… Todo parece tener su olor, pero hasta el momento nadie parece haberle dedicado unas palabras al repugnante olor del papel. No me refiero al olor del papel viejo, a la celulosa estacionada, dulce, aromático, con cierto resabio a vainilla, que invade el interior de las librerías de usados, sino el olor al libro nuevo, que no entiendo por qué se siguen empeñando en calificar como exquisito, cuando en realidad es el resultado de un proceso en el que se le añade polipropileno, azufre, aluminio y cola vinílica, una combinación que sumada al desinfectante y a los aromatizantes de ambientes está haciendo de las librerías unos reductos irrespirables.
Antes por lo menos se permitía fumar, de modo que ese aroma vomitivo quedaba oculto detrás o debajo de la nube tóxica aromática del tabaco, pero ahora en las librerías sólo queda ese olor, nauseabundo, como de humedad rancia, parecido al que se huele en ciertas iglesias particularmente sucias y húmedas, y en ciertos museos, particularmente húmedos y sucios también.
Y sin embargo hay quienes siguen empeñados en otorgarles a las librerías calificativos que los comparan con reductos inigualables, como si alguien que no visitara una librería se estuviera perdiendo realmente de algo. No lo entiendo. Sólo entro a librerías donde vale la pena visitar a amigos libreros, porque cada vez que entro a una librería ignota, mi débil olfato (perdí gran parte de las papilas olfativas en un accidente estúpido hace ya varios años, al oler amoniaco puro) me impulsa a huir, a volver a oler el aroma reconfortante que sale de los caños de escape, en la calle.
El poder de la mente es infinito. Hay quienes consiguen entrar a una librería y seguir oliendo los aromas de los libros de antaño, cuando el papel no se enriquecía con aglutinantes hidrogenados y otras porquerías. Ignoren lo que digo, pero traten también de ignorar lo que dicen sus mentes y entren a una librería y sencillamente huelan. ¿Qué huelen? ¿A papel? Hablo en serio: huelan. El olor a libro desapareció para siempre. Detrás del olor a desinfectante, detrás de los aromatizadores, hay algo, estoy de acuerdo, pero ese algo huele muy mal. Huele horrible.
Hace un rato estuve paseando por una librería del centro. Me parecía estar paseando por las salas de un museo. Para entrar me hicieron dejar en un locker el bolso que llevaba. Y me acordé de Valéry, a quien un día, para entrar al Louvre, le hicieron dejar el bastón. Valéry hizo todo el recorrido del museo mascullando insultos en francés. Lejos de identificarme con Valéry, entendí que a los sitios propensos a expulsarnos deberían dejarnos entrar con lo que llevamos: con nuestros cigarrillos, con nuestros humores, nuestros bolsos y nuestras mochilas, nuestros carritos de bebé, nuestros paquetes, nuestras valijas, nuestros zapatos y con la ropa que llevamos puesta. A cambio de lo cual nosotros podríamos prometer sumergirnos en el vaho repugnante del olor a celulosa sin emitir una queja. O emitiendo solamente las indispensables.