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Nieblas

El olor que trae el tiempo

¡Cómo! ¿Otra vez hay que escribir un artículo? ¡Pero si acaba de aparecer uno! ¿O es que las semanas pasan ahora más ligero que antes? Y… puede ser.

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¡Cómo! ¿Otra vez hay que escribir un artículo? ¡Pero si acaba de aparecer uno! ¿O es que las semanas pasan ahora más ligero que antes? Y… puede ser. Se han modificado tanto las cosas de este mundo que ¿por qué no va a pasar más rápido el tiempo? Si yo vi no sólo al lechero que traía las botellas de leche sino al que llegaba en carro con los enormes tachos llenos hasta el borde y hasta al que venía cansino por la calle con dos vacas y tres terneros, y ahora voy hasta el súper y traigo dos sachets que dicen light. Vamos, de veras, el tiempo pasa más rápido. Nadie sabe lo que es pero ahí está, malicioso y escondedor, haciéndonos sufrir, caramba. Pasa como el viento y tiene olor a viento. Impregna todo y no nos da ni un respiro. Respiramos y lo olemos. Eso. Una se emperifolla para salir, se pone dos gotas de perfume y se va pero él no. Tal vez haya un perfume aparte del que nos ponemos que no alcanzamos a oler a menos que estemos muy atentas. Puede ser. Hay quienes se dieron cuenta, y hasta hay quienes le dedicaron libros. No digo al tiempo. Digo al olor del tiempo. Al perfume. Está el señor Süskind que se mandó un librote muy interesante que se llama precisamente El perfume. Y está Leisler Grundger que hizo lo mismo pero el libro se llama Niebla de ayer, que parece no tener nada que ver con el olor que tiene el tiempo pero que no hace nada más que hablar de eso. Claro que en este mundo que se muere no sólo el tiempo tiene olor. Las ciudades, sin duda, cada ciudad tiene su propio olor. Barcelona por ejemplo, huele a tabaco. París, a café. Río de Janeiro, a alcohol. Londres, no sé: fui una sola vez a Londres hace mucho tiempo y creo que olía a ferrocarril, ese olor que hace tanto que no se nos pasea por las narices, pardiez. Tokio no sé porque no fui nunca. Buenos Aires, en fin, no me gusta ofender a nadie, así que pasémoslo por alto. ¿Y Rosario? Rosario huele a río, pero no de Janeiro sino de Paraná. Es demasiado grande el padre del mar como para no dejar su huella en las narices de todos los que respiramos cerca de él. El campo huele a campo y también es demasiado grande, el nuestro por lo menos, e invade otros territorios olisqueadores. Pero no sólo las ciudades. Las acciones y las situaciones huelen a algo determinado, aunque se trate de un olor metafísico. Perdón, virtual tendría que estar diciendo. Y por supuesto, algo huele a podrido en ¿en dónde? ¿En Elsinor? Es posible. En Africa. En donde una busque puede llegar a encontrar un Elsinor de entrecasa en el que se huele algo que no debería haber estado allí. Una se pregunta qué olores nos asaltan cuando nos pasan las cosas que nos pasan. Cuando la desconfianza y la falta de esperanzas nos cercan por todos lados. Creo que Quintín tenía razón cuando el otro día en páginas parecidas a éstas decía lo que decía. No hace falta ser un sabueso para detectar la inconformidad, la sospecha, la impaciencia, la irritación, la bronca en una palabra, la bronca que le da a una cuando las cosas no andan bien, cuando nada anda bien. Quiero otro país. No, mentira, quiero éste pero quiero que en él cambien los aires de Elsinor. Quiero que no tengamos que sospechar de todos y todas quienes andan por los vericuetos del poder. Que alguna vez creamos en algo o en alguien. Que algún día los poderes funcionen honesta, clara y eficientemente. Que podamos interpelarlos y que se nos conteste. Que aceptemos las diferencias (leer por favor al rabino Bergman). Que nadie viva sumergido en el barro de la pobreza. Que todo huela no a la niebla de ayer sino al día claro de mañana.