La ausencia de programas de humor políticos por televisión es un fenómeno llamativo. Se aducen razones de censura por el duro apercibimiento del Poder Ejecutivo una vez que se burlaron de la pareja presidencial con la consiguiente desaparición de la ocurrencia. Otros podrán pensar que los políticos ya no están de moda y que este desinterés es un hecho mundial. Por lo que se ve en otras latitudes no es así. Algunos especialistas nos remitirán a cambios en la historia de la televisión que raptaron el humor para confirnarlo en un nuevo género denominado “magazine”, o destinarlo a los programas autorrefenciales en los que la televisión habla de sí misma.
Propondré nuevas hipótesis. Es posible que la gente no tenga humor para reírse de los políticos. Este temple anímico no se debe necesariamente a que los políticos no ofrezcan un buen material para hacer de ellos objetos de burla e imitación. Sobran los personajes y las situaciones para hacer de los mismos motivo de sonoras carcajadas.
Pero cuando la mayoría de la población vive bajo un estado de angustia social y de irritación persistente, cuando esta situación se debe y en gran medida depende de las conducciones políticas, el que los políticos puedan dar risa o no darla, es materia que trasvasa la sensibilidad habitual.
No se siente necesidad de reír de la política, la preocupación diaria no se libera con la risa. Hay una Argentina profunda, para usar una imagen literaria de otra época. Los avatares de la actualidad se deslizan sobre esta corriente subterránea y continua. La gente vive con miedo, no digo con susto –no andan todos por la calle con expresiones de espanto– con un miedo básico del cual algunos se protegen bien, otros menos, y muchos no tienen con qué.
Todos nos cuidamos de una o de otra manera. Sentimos que en cualquier momento puede armarse un descalabro. Podrán decir que esta sensación está armada por los medios, que hay grupos interesados en crear situaciones de pánico, que las manipulaciones son infinitas, etc.
Por un lado este tipo de argumentos refuerzan el temor porque se basa en la sospecha de que hay grupos oscuros y dispositivos de poder fuera del control del Estado. Además suponer que la ola de rumores vive por sí misma y que no necesita de una preparación previa, de sedimentos acumulados y aún frescos, de la receptividad de la gente, es ignorar nuestra historia y estar demasiado tranquilos sobre nuestro futuro.
Cualquier cosa puede pasar, quiero decir un nuevo default, una crisis política, la pérdida del trabajo, una recesión dura, algún tipo de violencia. Hace poco desde las esferas gubernamentales se difundió la noticia de que la presidenta se quería ir. Unas semanas atrás se hablaba de golpe de Estado. No sorprende entonces que un inversor exiga una doble rentabilidad justificada por la prima de riesgo que significa apostar a un proyecto en nuestro país, que la venta de empresas nacionales y la fuga de capitales siga su curso habitual, y que estatizar una compañía permita un sueño tranquilo para el personal porque ve garantizada su estabilidad laboral, ya que el Estado es lo único que por ahora no se va del territorio. En el mundo de hoy nadie duerme del todo y menos cuando el insomnio viene desde hace tiempo.
La inseguridad y la incertidumbre no es un invento argentino, lo que sí nos caracteriza es la falta de mecanismos de defensa y de contención ante las crisis. No hay diques para limitar los desbordes. A eso se le llama falencias institucionales. El aleteo de una mariposa en nuestra sociedad hace hablar de la posibilidad de un huracán. Todos somos tremendistas, hasta para ponderar logros los magnificamos de tal modo que el festejo y la megalomanía lo cubren todo.
Este estado social no proviene de la época del Proceso. Es un hijo de la democracia. El terrorismo de Estado le dió tranqulidad a mucha gente. Los jerarcas militares no sólo organizaban mundiales y campañas para celebrar la paz alcanzada, sino que eran llamados por Tato quien en sus programas les hablaba por teléfono invitándolos a la mesa de los argentinos a disfrutar un momento de sano esparcimiento. La comicidad de costumbres disfrutaba en la televisión de una audiencia impresionante. Polémica en el bar de Gerardo Sofovich tenía más rating que Tinelli.
Los militares en el poder daban seguridad. No la da nuestra democracia. La crisis del 89, y en especial la de 2001, han dejado una herida política no cicatrizada. El menemismo y la Alianza dejaron un campo sembrado de muertos políticos. Hoy muchos resucitan como recien nacidos, rosaditos y con olor a talco, pero el aroma es otro.
Estos últimos años ha habido un revitalización de la política gracias a la cesación de pagos y a las materias primas. Cuando hay dinero en la caja, los políticos se sienten con más vigor proselitista. Sin embargo, esta prodigalidad no es sustentable.
Todo esto contribuye a que quizás no tengamos ganas de divertirnos con aquello que nos inquieta. Para reírnos del poder, éste debe ser fuerte. Y el poder en nuestra democracia es débil. No queremos debilitarlo más con nuestra risa.
La comicidad con texto está ausente. Los guiones y los personajes requieren una cierta distancia del espectador para que despliegue el espacio del humor. Hoy no queremos espacio, resulta inquietante, mejor estar pegados a un gran culo que baila o patina todas las noches. Mejor también mostrar cuerpos mutilados, niños asesinados, violados, gente secuestrada y ajusticiada. Queremos estar pegados a una imagen. La risa que le es funcional a este tipo de fascinación es compulsiva, histérica, una combinación de psicopatía con onanismo.
Abunda a bajo precio el paco mediático, sustancia audiovisual de mala calidad, adictivo, mata el pensamiento e insensibiliza el dolor. A nadie le interesan las sutilezas verbales o el maquillaje logrado de un Artaza o de un Fabio Alberti. Las referencias supuestamente cómicas de la política que siguen vigentes, se expresan por lo general con un sermón que amonesta a los argentinos, les recuerda su malformación congénita, nutre la mala consciencia, incorpora al diablo, es decir a los políticos, y se los ajusticia en el Maipo o en el Bauen. Pagamos la entrada por una cuota de castigo bien merecido y una promesa de venganza a corto plazo.
Por eso pienso que si en otra nota manifestaba mi nostalgia por el humor político, invocaba una país que no es éste, aparentemente mejor adaptado a la pornopolítica ambiente que alterna muerte con sexo.
*Filósofo.