El mundo actual encuentra no pocos problemas de alcance global, entre ellos, el narcotráfico, violento y despiadado, y el calentamiento global, que se cierne sobre el planeta como una amenaza apocalíptica. Recientemente, la humanidad ha tomado nota de un hecho sorprendente: regímenes políticos autoritarios y despóticos son súbitamente jaqueados por demandas populares y activas movilizaciones pacíficas de quienes los sufren. Son problemas de distinta naturaleza, pero mantienen algo en común: los países desarrollados tienen más que ver con sus causas que con las posibles soluciones.
El narcotráfico es un problema que a los ojos de muchos observadores y de analistas informados es alimentado por la políticas antidroga de los Estados Unidos. (Un artículo de Mary Anastasia O’Grady, difundido en distintos medios de prensa hace pocos días es más que ilustrativo). Ese país establece los ejes centrales de las políticas al respecto, mientras en México el narcotráfico está produciendo anualmente un número exorbitante de muertes con armas norteamericanas utilizadas para respaldar un mercado ilegal cuyos consumidores son los norteamericanos. Actores norteamericanos están involucrados en casi todos los eslabones de la cadena del tráfico de droga. Otros países desarrollados también son importantes plazas de consumo final. La Argentina está empezando a conocer algunos de esos problemas de primera mano: el papelón nacional, en el caso del avión que cargó droga, despegó y la trasladó a España operando en una base aérea del Estado argentino sin el más mínimo control no tapa el hecho de que el destino final de esa mercadería era España.
El tema del cambio climático exhibe una pauta comparable. Cuanto más desarrollados son los países tanto más generan emisiones que contribuyen al calentamiento global. El mundo vive bajo una creciente presión para tomar medidas ambientales que resultan esencialmente inocuas, en tanto los mayores contaminadores no actúen a su vez. El presidente de la República Checa, Vacláv Klaus, contrasta con la amplia corriente de opinión de línea ‘verde’ que recorre el mundo, rebelándose contra ese doble estándar del mundo desarrollado que predica unos valores mientras actúa negándolos.
Los regímenes autoritarios despóticos del norte de Africa y el cercano y Medio Oriente han sido en gran medida apoyados, sostenidos y avalados por potencias occidentales, en nombre de ciertos equilibrios geopolíticos regionales. Las definiciones estratégicas que condujeron a respaldar a esos regímenes no han tenido nunca en cuenta las demandas de las poblaciones de esos países. Sólo cuando los gobernantes jaqueados por sus pueblos se desmoronan, los países centrales reaccionan en nombre de la democracia o la tolerancia. Muchos comentaristas de la prensa de Estados Unidos y de Europa se están haciendo un festín analítico estos días con las contradicciones entre estos tardíos apoyos a las rebeliones democráticas y el respaldo explícito que sus países estaban otorgando a esos gobiernos tiránicos.
Propugnar la democracia y al mismo tiempo armar y respaldar a gobiernos dictatoriales, promover políticas prohibicionistas del consumo de droga mientras, a la vez, se proveen los mercados de consumo y las armas con las que las mafias que trafican con droga siembran la muerte, sostener políticas ambientales para que las apliquen otros mientras no se adoptan medidas para reducir drásticamente las emisiones y no se buscan acuerdos institucionales imprescindibles son todas caras de un mismo fenómeno: lejos de actuar como un factor de progreso, Occidente se está revelando, a la luz de estos hechos, como un factor de desequilibrio en un mundo que parece estar buscando precisamente nuevos equilibrios por afuera de las estructuras de poder.
Este mundo que se mueve hacia la dispersión de los focos del poder, en el que las sociedades están incorporando a su arsenal de herramientas cotidianas el conocimiento y la información y, con ellos, están modificando sus propias estructuras, exige un rediseño de los modelos de control de los procesos sociales y políticos. Las herramientas que están cambiando el mundo han sido, en general, inventadas en los países desarrollados; son su retoño. Esos mismos países, a la vez, se concebían como la mayor fuente de poder en el sistema internacional. Esto está dejando de ser así. Pero son sus criaturas las que están produciendo cambios que no habían sido previstos desde los focos de lo que era el poder mundial, haciendo posible nuevas demandas de democracia y nuevos mecanismos de contrapesos al poder. David Hume lo intuyó hace más de dos siglos: el poder, en última instancia, reside en la opinión y no en la fuerza. Nadie controla realmente los flujos de opinión, aunque muchos vivan con la ilusión de hacerlo. Esta es una paradoja del papel de Occidente en el mundo actual.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.