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El plan 10/16

El autor de esta nota afirma que nada cambiará con las elecciones de hoy, y convoca a un “acuerdo mínimo” de todas las fuerzas políticas para impulsar un proyecto nacional que cubra el período entre el Bicentenario de Mayo y el Bicentenario de la Independencia. Anuncia que trabajará junto con expertos en un plan para dejar atrás un país con instituciones débiles, una economía rezagada y pobres indicadores de desarrollo humano.

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Mañana, cuando despertemos, el país no habrá cambiado. Los diarios, las radios y la televisión sugerirán que sí. Exagerarán las consecuencias de algunos triunfos y de algunas derrotas. Sin embargo, ningún resultado hará que, a partir de la semana entrante, la Argentina inicie un proceso de perfeccionamiento institucional, desarrollo económico y justicia social.

La campaña que termina mostró caras sonrientes, intercambio de ofensas y palabras vacías. Las “propuestas”, en general, fueron ofertas huecas.

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Las elecciones de hoy sólo podrían ser el inicio de una etapa promisoria si –salvaguardando sus respectivas identidades y aspiraciones– las distintas fuerzas políticas buscaran un acuerdo mínimo, que permitiera impulsar sostenidamente el desarrollo institucional, económico y social.

No hay otra forma de garantizar que Argentina deje de ser un país con malformaciones estatales, una economía rezagada y pobres indicadores humanos.

Tengo el propósito de incentivar ese acuerdo, poniendo sobre la mesa el Plan 10/16, que no se limitará a un período de gobierno: comprenderá seis años, entre el Bicentenario de Mayo y el Bicentenario de la Independencia.

Hace dos siglos, un sexenio bastó a los fundadores de la nacionalidad para hacer, de la nada, todo. Antes de entrar en el Plan 10/16, conviene recordar aquel esfuerzo.

Un poco de historia. Cuando Napoleón se adueñó de España y secuestró a Fernando VII, los virreinatos americanos quedaron a la deriva. Inexpertos en la administración pública, la provisión de justicia y la conducción de ejércitos, los criollos debieron improvisarse en tamañas responsabilidades. Un naciente patriotismo los hizo trabajar con denuedo, superar adversidades y lograr el éxito.

Ante todo, se enfrentaron a los virreyes, que les negaban el derecho de formar –como en España– juntas populares de gobierno.

En seis semanas lanzaron la campaña al Alto Perú, y a 166 días de la Revolución, llegó el primer triunfo: en Suipacha, actual Bolivia.

Buenos Aires no estaba sola. El interior se sumó a su empeño y en diciembre nació la Junta Grande.

Hubo hasta una precoz política internacional. Cuarenta horas después de instalada la Primera Junta, un comisionado partió a buscar armas y apoyo político en Londres. Meses más tarde, dos criollos se reunieron en Washington con el Secretario de Estado, James Monroe, quien les prometió reconocer a las Provincias Unidas y les facilitó –a través de armeros privados– 18 mil fusiles del arsenal norteamericano.

En 1812, Manuel Belgrano, sin formación castrense, obtuvo en Tucumán y Salta dos victorias trascendentes. Con ellas impidió que el virrey José Fernando Abascal cumpliera su amenaza de llegar desde Lima hasta Buenos Aires.

José de San Martín, apenas arribado de la Península en 1812, fue puesto al frente de los Granaderos a Caballo y, más tarde, del Ejército de los Andes, destinado a liberar a Chile y Perú.

La Asamblea del año XIII creó un cuerpo de derecho criollo. Suprimió la Inquisición, separó a la Iglesia del Estado, prohibió “el detestable uso de los tormentos”, extinguió los títulos de nobleza, determinó que todo niño nacería libre, y acabó con los privilegios de los primogénitos.

Desafió, así, vivos intereses y nutridos prejuicios. Por lo demás, creó un sistema monetario, aprobó símbolos nacionales y elaboró un proyecto de Constitución. El Ejecutivo pasó a ser ejercido por un presidente, con el nombre de Director Supremo. Mucho antes de la declaración expresa de su Independencia, la antigua colonia tenía forma de nación.

No fue un tiempo idílico: hubo, entre sus líderes, agrias disputas y hasta hechos violentos. Sin embargo, a todos los unía la avidez de independencia y la voluntad de sacrifico.

Proyectos nacionales. A lo largo de casi 200 años, Argentina creció, convulsivamente, por razones aleatorias o proyectos que quedaron truncos.

Cuando las naciones industriales no se alimentaban a sí mismas, el país fue “el granero del mundo”. Vivió un corto tiempo de bonanza y supo aprovecharla, haciendo obras de infraestructura y creando un formidable sistema de educación.

Luego sobrevino el “deterioro de los términos de intercambio”, y con las materias primas en baja, Argentina no supo qué hacer.

Hubo, en 1946-1955, un progreso industrial. Para lograrlo, se levantaron barreras arancelarias, creando así un mercado cautivo. Falto de artículos importados, ese mercado debió conformarse con productos nacionales de inferior calidad; pero su sacrificio temporal permitió la expansión de la industria liviana, y con ella, el nacimiento de una clase obrera a la cual Juan Domingo Perón otorgó derechos y entidad política.

Claro que, sin autonomía energética ni industria pesada, aquella industria era poco competitiva: Argentina no podía exportar ni abrir su mercado interno. Para lograr la eficiencia necesitaba, entre otras cosas, extraer el petróleo de lo profundo y convertir hierro en acero. El ahorro interno resultaba exiguo a tales fines y, en 1958-1962, se recurrió al capital internacional. Eso dio lugar a la autarquía petrolera y a una vital siderurgia. No obstante, el derrocamiento de Arturo Frondizi interrumpió aquel proceso.

Durante los 90 se pensó que el Estado no necesitaba (o no debía) impulsar el desarrollo. Según el dogma de la época, el mercado era insuperable en la tarea de asignar recursos y producir riqueza. Esa confianza –unida a un peso sobrevaluado– condujo a cuatro años de recesión, altas tasas de desempleo y la hecatombe de 2001.

En los últimos años, China multiplicó la demanda global de alimentos y tuvimos otra oportunidad de acumular riqueza; pero esta vez no supimos aprovecharla.

La Argentina imitó a la cigarra, no a la hormiga. Creyó que había encontrado un “modelo” y se durmió en los laureles.

Cómo estamos. Siempre que analizamos las diferencias que nos separan del mundo desarrollado –cuyo producto per cápita es 5 a 10 veces superior al nuestro– nos alarmamos pero, a la vez, nos consolamos: nosotros “gozamos” de un “desarrollo medio”, y aunque no tengamos los indicadores de Estados Unidos o Europa, somos “privilegiados” respecto a la mayoría de los países del mundo.

Para comprender nuestra real situación debemos compararnos con otros países de desarrollo medio. Nadie imagina que estemos tan mal como prueba la siguiente estadística, donde se registran algunos productos per cápita (en dólares corrientes), escogidos del último informe del Banco Mundial: Croacia, 10.460; Lituania, 9.92; Libia, 9.010; Chile, 8.350; México, 8.340; Argentina, 6.050.

Los indicadores sociales reflejan esta debilidad económica. La mortalidad infantil, por ejemplo, es alarmante. Esta es la cantidad de niños que no llegan a los 5 años, por cada mil nacidos vivos: Croacia, 6; Filipinas, 7; Serbia, 8; Tailandia, 8; Chile, 9; Argentina, 16.

Bases del Plan. A veces, “el remedio es peor que la enfermedad”. Cuando una política económica o social tiene efectos secundarios o colaterales, lo que beneficia en un sentido, puede perjudicar en otro. Si se quiere conseguir todo a la vez, hay que saber cómo contrarrestar las consecuencias no queridas.

Es necesario considerar, por ejemplo, que:

*Para lograr la indispensable cohesión social, se debe redistribuir ingresos. Pero eso hará que “los de abajo” ganen más y “los de arriba” menos.

Si la redistribución se hace gravando desmedidamente las ganancias, desalentará la inversión, y esto afectará a la economía. Será un boomerang.

*Un modo de redistribuir consiste en reducir los impuestos a la producción y el consumo (retenciones, IVA, cheque), que no distinguen entre ricos y pobres. Pero implantar un nuevo régimen tributario, centrado en los impuestos que se ajustan a la capacidad contributiva de cada uno, puede desfinanciar, durante un período, al Estado.

*Para aumentar la productividad, hace falta más tecnología. Pero máquinas y software reemplazan personal. Esto puede causar, al menos transitoriamente, desempleo.

*Para tener una economía fuertemente exportadora, se requiere un tipo de cambio competitivo. Pero un “dólar caro” puede provocar inflación.

*El plan que propongo debe reconocer los posibles efectos secundarios o colaterales y el modo de contrarrestarlos.

También debe tener en cuenta que todo poder está sometido a restricciones (externas e internas; históricas, culturales, políticas y económicas), por lo cual una estrategia de desarrollo institucional, económico y social ha de prever la manera de correr los límites que tales restricciones ponen a la voluntad.

Ese es el desafío que deberíamos asumir entre ambos bicentenarios.


*Periodista, escritor y dirigente político de la UCR.  [email protected]