Para esta columna de Navidad quería abstraerme por un rato de las miserias argentinas y recomendar regalos, pero consulté y la mayoría en mi entorno reclamó furia destituyente. Es razonable. Los que tenían luz pudieron ver esta semana la votación que ascendió a Milani, y los que no tenían se perdieron a Zlotogwiazda –un villano extraordinario, lo podríamos nombrar todos los días– diciendo que los cortes se deben a que la gente en las oficinas no apaga la luz del baño. El Ministro de Seguridad bonaerense insultó en público a un ciudadano que pidió que devolvieran la guita que se afanaron (sin especificar quién, pero en todo caso un pedido justo). Granados lo señaló entre la multitud, lo amenazó, le dijo “ahí te veo, ahora te voy a buscar”. Y después, según declaraciones de un legislador a este diario, lo fueron a buscar y “lo fajaron”. Esto último no fue confirmado, ni investigado por nadie. Nada debería poder seguir su curso en un país en el que pasa eso. Deberíamos abandonar lo que estamos haciendo, no trabajar más hasta que ese ministro se vaya y sea reemplazado por uno que por lo menos no le pegue a la gente. Nada de todo esto va a suceder, lo cual nos devuelve a nuestro dilema habitual.
Si uno encuentra su límite en este episodio –el mío llegó antes, con Moreno, pero cada uno tiene el suyo– y entiende que no se puede vivir así, se encontrará con que la mayoría de sus compatriotas sí pueden. Insistir con este tema hoy, diez días después, ya es algo excéntrico. Dentro de dos meses, si uno se para en la esquina a pedir la renuncia de Granados, está loco. Sus pares ni sabrán de qué está hablando. La otra alternativa es seguir de largo, como hace todo el mundo; olvidarse, simular que no pasa nada o que no importa. Esto, sostengo, es otra forma de locura. Me interesa subrayar que las dos son perjudiciales y que no parece haber una tercera opción.
Anoche lo vi a Tomás Abraham en televisión hablando con un mono. Se empeñaba en explicarle conceptos muy básicos que las personas manejamos desde siempre y que el mono –con un perturbador parecido a John Cale joven, de camisa y corbata, aparentemente a cargo del programa– era por supuesto incapaz de entender, aunque hacía el esfuerzo de que su audiencia no rechazara a Abraham por ser distinto. Era un programa para monos, que tienen sus propios parámetros. La conversación estaba calcada de El planeta de los simios, con la única diferencia de que a Abraham le habían puesto un micrófono en vez de collar y grilletes. Aprovecho para recomendarle que no vuelva a ir ahí, porque uno nunca sabe.
La abdicación de Abraham –no sé muy bien qué dijo, porque estaba hipnotizado mirando al mono– es el ejemplo más cabal de la locura a la que la época nos somete: fingir sin motivo una comunicación inexistente con miembros de una especie que tal vez sea la nuestra, pero que piensan y actúan con los parámetros de otra. No creo que se trate sólo de criterios morales opuestos o culturas antagónicas; todo lo que pasó hasta ahora me hace pensar que realmente piensan de otra forma. Y con “pensar” me refiero a que perciben de otra forma los estímulos externos y también –acá viene lo difícil– los propios. Creo que cuando uno piensa y cuando ellos piensan, lo que pasa no es lo mismo; que son procesos diferentes a los que les damos el mismo nombre sólo porque no tenemos otro.
Exagero, por supuesto, cuando digo “especie”; no creo que Fantino sea de verdad un mono, ni que el ministro Granados se haya convertido en zombie. Pero si desórdenes mentales mucho más leves que los nuestros pueden medicarse, no puedo ignorar la posibilidad de que existan diferencias a nivel orgánico que, sin explicar del todo lo que nos está pasando, ayuden al menos a entenderlo un poco más. Ese es el camino que empezamos a transitar con Richard Dadd. Espero poder completarlo con algún provecho durante los próximos meses y después irme del todo, porque Milani me da miedo y los demás también.
*Escritor y cineasta.