“Un hombre que adquiere conciencia de lo absurdo queda ligado a ello para siempre.”
Albert Camus (1913-1960)
¿Qué sería de un club sin el hincha?, se preguntaba Discépolo, tan conmovedor en su personaje de El hincha, filmada en 1950 por Manuel Moreno. Y se respondía, con entusiasmo y candidez: “¡Una bolsa vacía sería! El hincha es el alma de los colores. El que no se ve. El que lo da todo sin esperar nada”. Murió menos de un año después, de tristeza, traiciones varias y desilusión. Pobre Discépolo: ya no existen bolsas vacías ni como metáfora: están llenas de billetes, se esconden en baños privados, baúles de autos oficiales o valijas ejecutivas de vuelos especiales. Nadie entrega nada sin botín a repartir y pocas cosas son más visibles que un barrabrava de hoy, apretador profesional, matón de exportación, engranaje clave del obsceno negociado que usa como pantalla al fútbol.
Las barras son vistas por el hincha romántico como su grupo de choque. Su posibilidad de revancha, de reivindicación tribal frente a su amor humillado por empresarios sin empresa, gerenciadoras, intermediarios, traficantes varios, representantes, contratos leoninos de tevé y otras lacras que mueven fortunas. Su insólito protagonismo no sólo se edificó gracias a la protección del poder que los alquila o de ciertos sectores policiales, socios en negocitos adicionales. Han tenido el apoyo de los pasivos, de los desengañados que los sienten sus héroes. Aquellos que reemplazan la nula identificación que les provocan equipos armados de apuro con futbolistas que llegan sólo para irse y que juegan cada vez peor. El juego cada vez importa menos. Mientras la vanguardia engorda sus bolsillos, la segunda y tercera línea se juegan la vida cada fin de semana por una moneda o unos gramos de cocaína. Después, en sus blogs, estos pequeños imbéciles exponen galerías de fotografías con los trapos robados –banderas rivales, los trofeos de guerra– y se pavonean describiendo batallas ganadas, amenazando rivales, contando muertos.
La fiel hinchada de Boca fue certeramente bautizada en los años 30 como “el jugador número 12”. Desde 1962 se organizó como una estrafalaria monarquía. Sólo la reinaron tres líderes: Quique el Carnicero (1962-1982, dueño de una parrilla que funciona frente al estadio), José Barrita “el Abuelo” (1982-1997, muerto en la cárcel) y Rafael Di Zeo, hoy preso y ya sin poder. Pese a las banderas y los cantitos que juran unidad en medio de la reciente acefalía, en las sombras se gesta una implacable interna por la sucesión y la participación en los derechos de la marca La 12. Por el contrario, en River –hasta Macri nuestro club más europeo, símbolo de las clases dominantes–, la guerra por el poder de la hinchada está obscenamente a la vista.
Aprendices de mafiosos sin culpa ni códigos, sus líderes no vienen de grupos marginales de la sociedad. Pertenecen a la clase media, son gente que tuvo la chance de elegir, detalle que los hace especialmente despreciables. Una pelea entre ex amigos: la banda de Alan y William Schlenker –hijos de un piloto aeronáutico y una abogada– contra los que siguen a Adrián Rousseau (patovica, no colega de Voltaire ni Montesquieu). Todo por el liderazgo del grupo bautizado con la sutileza de un mamut Los Borrachos del Tablón. Un episodio que debería ser menor, más pintoresco que lamentable. Pues no lo es: esta gente está detrás de un negocio gordo, está armada y tira a matar. Así terminó Gonzalo Acro, rematado de un balazo en la cabeza. Poco antes, el ex árbitro Horacio Elizondo, flamante coordinador de Programas Deportivos Educacionales, había lanzado su brillante idea de pactar con los violentos y convertirlos en agentes sociales a sueldo del Estado. ¡Ay!. Lo que se dijo después parece salido de una obra de Alfred Jarry. Funcionarios y dirigentes con cara de amianto que intentan reducir el incidente a un hecho policial ajeno a River. Alan, que da reportajes exclusivos y habla como si fuese Ghandi; Adrián, que se besa el anillo frente a los fotógrafos prometiendo vendetta. Y Aguilar, que balbucea frente a las cámaras y se parece cada vez más a De la Rúa. Para rematarla, Alejandra Belmartino, mami de Schlenker, doctora en Derecho con postgrado en Harvard y experta en Mediación, nos propone institucionalizar la profesión de barrabrava, con registros oficiales, reglamentos internos y elección de cargos. OK amigos, estamos hasta las manos.
Hoy juega River, si puede. ¿De qué hablamos? ¿De cómo los griegos le soplaron a Archubi? ¿Del sistema de Passarella? ¿De la falta de gol? Imposible.
En un país donde se elegirá presidente en unos meses, ningún partido político o lo que queda de ellos decidió sus candidaturas por internas abiertas. Ninguno. No hay dialéctica. No hay confrontación pública de ideas, nada. Sólo los dedos de los líderes apuntando a sí mismos mientras hacia abajo se matan, metafórica o realmente. Pingüinos versus albertistas o, salvando las distancias, Alan versus Adrián y tanta, tanta guerra por la caja que debe haber, aquí, allá y en todas partes. Alguna más sutil que otra, más o menos sanguinarias, eficazmente autodestructivas, tan absurdas o brutales, en fin, con ese inconfundible estilo que nos ha hecho famosos en el mundo, compatriotas. ¡Qué porquería!