La Oficina Anticorrupción nació a fines de los noventa, cuando el gobierno de Carlos Menem comenzaba a despedirse del poder envuelto en un torbellino de denuncias. Había sido atada de pies y manos desde su origen: ideada como un dependencia del gobierno de turno y sin Poder Judicial. El mayor aporte que tuvo fue la difusión de las declaraciones juradas de los funcionarios, que ayudó a transparentar la riqueza que tenían antes y después de su paso por el Estado. La prueba de que se trataba de datos incómodos, y por lo tanto útiles, fue la decisión del Gobierno de limitar su información, a través de un cambio aprobado en el Congreso el año pasado.
Durante el último medio siglo los expertos debaten sobre el origen de la corrupción, los motivos que llevan a unas sociedades a tolerar menos las faltas éticas que otras. Algunos autores buscaron vincularla al desarrollo económico, otros a la educación, también hubo quienes la asociaron a la forma del Estado. Pero la mayoría de las teorías fracasaron ante evidencias de la realidad que contradijeron sus conclusiones, y encontraron naciones con economías o Estados similares y, sin embargo, con profundas diferencias de comportamiento. Los ejemplos pueden verse en América Latina.
La mayor certeza es que la corrupción responde a las expectativas de recompensas y castigos. Si en el horizonte la sanción por aceptar o pagar un soborno es difusa, la corrupción se expande. Así ocurre en la Argentina, donde atraviesa de arriba hacia abajo profesiones y sectores sociales.
La Oficina Anticorrupción demostró que es una herramienta intencionalmente limitada. Pero el problema más grave reside en la Justicia, que es el ámbito donde las prácticas corruptas del poder, tanto político como económico, deberían sancionarse. Causas dormidas por años que terminan con perdones masivos, magistrados oportunistas que sólo avanzan cuando ven amenazadas sus prebendas o cuando los acusados se tornan débiles; sólo un puñado de los funcionarios judiciales se destacan como excepciones a estas oscuras reglas de los Tribunales, que conforman la cara más compleja de la lucha contra la corrupción.