César Aira acaba de ganar el Premio Formentor de las Letras, y uno siempre se pone contento cuando los grandes escritores son reconocidos e incluso les envidia que se lleven un cheque, que en este caso es de cincuenta mil euros. No sé si se sacan una foto con una ampliación gigante del cheque, como solían hacerlo los campeones de tenis. Supongo que no, porque está la pandemia y porque ahora hay transferencias bancarias y porque sería visto como un gesto indecoroso que los artistas anden tocando la plata. Pero mientras que ese tema se maneja con cierta discreción, no pasa lo mismo con el fundamento del jurado, que puede decir absolutamente cualquier cosa sin que nadie haga tronar el escarmiento. Como debería haber ocurrido en este caso, cuando los señores y señoras Basilio Baltasar, Anna Caballé, Francisco Ferrer Lerín y Juan Antonio Masoliver Ródenas comunicaron al público que habían elegido a Aira porque “la constelación laberíntica de su obra es un inmenso crisol literario para las figuras de la cultura popular, los personajes de la gran ficción narrativa y los motivos visuales de las bellas artes”.
Cuando se conocieron la feliz noticia y su disparatada justificación, sugerí que Aira debería rechazar el premio, pero un amigo escritor me respondió que él no renunciaría nunca al dinero. Me parece absolutamente legítimo, pero no estaría mal que un escritor aceptara el dinero pero no los motivos que le dan para ser premiado. No sé si alguna vez ocurrió, pero sería interesante que el escritor respondiera a la prensa: “El premio demuestra que el jurado tiene buen gusto y también que no me leyó”.
Repasando los premios Formentor de los últimos años, descubro que en 2020 se decretó que el neerlandés Cees Nooteboom es “un escritor viajero que ha hecho del nomadismo una actitud filosófica, estética y espiritual que trasciende las fronteras”, mientras que, en 2019, Annie Ernaux “desvela sin pudor la condición femenina, comparte con el lector la intimidad de la vergüenza y refleja con un estilo despojado la desordenada fragmentación de la vivencia contemporánea” y en 2018, Alberto Manguel “constituye una de las más lúcidas indagaciones en la historia orgánica de la biblioteca universal”. Es decir que a Nooteboom lo premiaron por ser un turista, a Manguel por ser bibliotecario y a Arnaux por desvergonzada e impúdica (esto último ya me pareció demasiado).
Pero a Aira ni siquiera le adjudicaron un oficio, un hábito o una condición moral: lo empapelaron entre la cultura popular, la gran ficción narrativa y los motivos visuales de las bellas artes (de paso, ¿las bellas artes pueden tener motivos que no sean visuales?). Es como si hubieran considerado que su obra, más que un crisol, es un cambalache, un rejunte, una aglomeración, un aguantadero. Me contaron que el fundamento surgió de un modo oblicuo a partir de ciertas palabras intercambiadas durante las deliberaciones. Un miembro del jurado dijo que no se le entendía nada; otro, que el autor se rebajaba a los gustos plebeyos; otro, que era un plagiario de los grandes escritores y un cuarto, que lo suyo no era literatura (todas las cosas que los tontos dicen de Aira). Pero la oscuridad devino en laberinto, la copia en alta literatura, las pinturitas en vanguardia. La acumulación de denuestos se transformó en panegírico.