Me encuentro a veces con la siguiente propuesta: que quienes tienen determinadas ideas políticas, en lugar de intentar que se implementen en el país, dado que las tienen por buenas, se vayan en cambio a vivir a alguna parte del mundo donde esas ideas ya hayan prosperado. Lo más frecuente, según creo, es remitir a las personas de izquierda a Cuba o a Venezuela (se aplica dicha invitación, no sé por qué, a los trotskistas; y aun a los populistas, incluso si no son de izquierda). Pero nada impide extender ese criterio e instar, por ejemplo, a quienes apuestan al desarrollo tecnológico del capitalismo a que se vayan a vivir a Japón, a quienes se inclinan por el desarrollo industrial a que se vayan a vivir a Alemania, a quienes prefieren la equidad socialdemócrata a que se vayan a vivir a alguno de los países nórdicos, a quienes alientan la flexibilización laboral a que se vayan a vivir a algún país con remanentes de esclavitud. Concluida la gesta expulsiva, la Argentina quedaría exclusivamente poblada por personas sin ideología política, es decir que no sabrían qué hacer pero tampoco sentirían necesidad alguna de saberlo.
El otro día conversaba en una vereda de Núñez con un señor que me reveló cuál era su solución para el país. La dijo apenas en dos palabras: “Un genocidio”. Como mi familia ha tenido algunas malas experiencias al respecto, preferí no entrar en detalles sobre el tipo de genocidio que tenía en mente; entiendo que su sugerencia era matar a todos los argentinos para que luego alguien (no dijo quién) reiniciara la tarea de sacar adelante el país; pero como él, que era argentino, no parecía dispuesto al suicidio, debo de haber entendido mal.
Son variaciones más o menos lúgubres de una misma fantasía: que los otros no existan más. Hoy transcurren en oscuras charlas de barrio y en obtusas violencias de redes, pero alguna vez cobraron la forma de una Campaña al Desierto o una Ley de Residencia.