La depresión de Mario Frack no lo deja dormir desde hace días. La angustia lo desvela; no quisiera yo ser su cama, no quisiera ser su almohada. Acababa de cumplir su sueño, el sueño de todo agenciero: vender el billete del premio mayor y así hacer millonario a un hombre.
Se le dio y se creyó feliz, porque fue en su local donde se combinaron esos seis numeritos que podían traducirse luego en una gran montaña de plata. Suerte para él, que ya cobró su parte, y para el cliente en cuestión, que se hizo rico de pronto.
Mario no duerme: el ganador del Quini, el que le compró el dichoso billete, jamás apareció para cobrar. Que digan los pasacalles de Rawson, provincia de San Juan, si Mario Frack no desesperó en su búsqueda. Que lo digan sus clientes habituales, a los que visitó uno por uno, en procura del nuevo rico. Mario enloquece, su sueño se frustra; fue el hacedor de la fortuna de un hombre, pero ese hombre no se presenta a retirarla.
“Le pido a la gente que controle sus jugadas, así no suceden estas cosas tan tristes”, declara entre congojas a la prensa. Está convencido de que el ganador nunca se llegó a enterar de su tan buena estrella. Concibe una escena de Arlt: el desgraciado que por fin la pega, la vida miserable que se va a transformar de repente. Tal vez le convenga delinear, en cambio, una escena más bien borgeana: la del hombre que sabe que ganó, pero que al mismo tiempo comprende que su destino no era ése sino otro. Descarta la riqueza y elige su vida de siempre: el Dodge 1500 y la rotisería de barrio, la casita sin jardín y la tele de veinte pulgadas.
Le gusta la renuncia, y esa noche duerme en paz. El que no duerme es el pobre Mario, pensando en los tres millones.