Era tiempo, ya necesario, de volver a un tipo de tensión productiva entre Gobierno y oposición. Para Alberto Fernández esto de tener a Cambiemos inmerso en una inocuidad insufrible estaba comenzando a ser un problema serio, ya que al no tener con quién combatir cotidianamente los espacios de lucha eran ocupados por el propio oficialismo, mostrando de a poco, cada día, que se trataba, y se trata al fin de cuentas, de un gobierno de coalición en proceso de construcción de hegemonía. Para recuperar la memoria de viejos litigios, de grandes caos, nada mejor que recurrir a un clásico como la inmutabilidad de Scioli a cualquier cosa que suceda a su alrededor o contra su persona y disparar a través de él la indignación dormida de la oposición. Ahora sí, casi que empieza el gobierno nuevo.
A fines de 2017, la administración Macri protagonizó en la Cámara de Diputados un escándalo de características similares, aunque con menos oficio y menos éxito. Su intento de reforma previsional puede ser observado como lo contrario a lo que acaba de ocurrirle al presidente Fernández, ya que ese fracaso (aunque la ley terminó aprobándose) inició un declive de su proyecto político del que nunca pudo recuperarse. Por solo unos segundos, el conteo de diputados y diputadas había llegado a 130, por lo que Monzó intentó dar inicio a la sesión que nunca terminaría por producirse. Como una copia de la denuncia de Negri, el Frente para la Victoria señalaba que esos dos votos extras habían sido obtenidos por legisladores todavía sin asumir (Enríquez y Holzman), y el caos desatado tuvo su punto cúlmine con el puño de Monzó extendido hacia el rostro de Moreau. Cambiemos intentó utilizar el disfraz de viveza política clásica pero sin los jugadores correctos para soportarlo. Eso no le pasa al peronismo.
Existe en este nuevo episodio un aprendizaje para Cambiemos. La mejor forma de otorgarle fuerzas al peronismo es enfureciéndose con ellos públicamente, es decir en la unión del odio. La experiencia Macri, desplegada estratégicamente por Marcos Peña, se nutría de la consolidación de un espacio de identidad basado en la insistencia discursiva del contraste con el kirchnerismo, pero no necesariamente en el uso de la furia como modo de expresar la disidencia o la diversidad. El peronismo, al contrario, tiene en su identidad, desde su mismo origen, el combate heroico y casi alegre, festivo, contra sus enemigos. A Perón lo sacó de la cárcel el pueblo alegremente tomando las calles (aunque Daniel James demostró que tan alegremente no fue el asunto) y muchos años después intentó llevar adelante una fiesta de bienvenida luego de su exilio; o los jóvenes en celebraciones populares cantando a Kirchner componen ejemplos de un cuerpo identitario que se excita con la furia enemiga derrotada. Negri descolocado es la comida más sabrosa. Pero, en nuestra historia, parece que no se sabe qué puede ocurrir si se deja a los peronistas solos, y estos tres meses son una muestra del experimento que parece –ahora– ya culminado.
La mejor forma de otorgarle fuerzas al peronismo es enfureciéndose con ellos públicamente, es decir en la unión del odio.
Las amenazas con subir nuevamente las retenciones pueden ser incluidas en el modo de despertar del sueño a otros también enemigos clásicos, que enfundados en la bronca que producen las decisiones gubernamentales peronistas amenazan con reproducir quejas públicas bajo esquemas ya conocidos por todos. Mientras el campo amenaza con el fantasma del corte de rutas, los docentes apuran acuerdos sin mayores conflictos, porque de unos se espera la trifulca y de los otros las sonrisas cómplices. Nunca para los gobiernos las decisiones son puramente económicas, sino más bien de identidad, tanto para lo que se les ocurre ejecutar como para las consecuencias que de esas mismas decisiones se espera tolerar. El peronismo necesita que de sus decisiones se despierte rabia.
Argentina es un cuerpo social que insiste en sostener problemas antiguos con la fuerza de la recurrencia en el presente y sobre ellos se puede ya pensar algo más. La inflación es prácticamente un sello identitario que permite posicionar identidades políticas que, más que resolverla, la utilizan para definir sitios donde ubicarse. La pobreza y su tratamiento son también temas de colocación ideológica, y lo mismo la corrupción. Es decir, las identidades de los partidos y de sus votantes se articulan en las discusiones eternas de cómo tratar los inconvenientes que siempre existen, porque esos mismos problemas son los que dan sentido a estar de un lado o del otro, y por eso se los necesita. Así, el pasado y el presente viven en nosotros de una manera eterna, y las piezas de la política pueden ir y venir casi sin inconveniente, incluso para un clásico como Scioli, que pudo declarar, como siempre, que él todavía era diputado.
*Sociólogo.