Como algunos escritores de la escasez –Juan Rulfo, Arthur Rimbaud, John Kennedy Toole, entre otros–, a la banda inglesa Portishead le alcanzó con unos pocos años de trabajo y tan sólo dos discos (Dummy, de 1994, y Portishead, de 1997) para torsionar el sonido de los 90 y protagonizar, quizá junto al grunge de Nirvana, una de las revoluciones musicales de la década. Formados en Bristol en 1991, por iniciativa de la cantante Beth Gibbons y el dj y tecladista Geoff Barrow, el grupo sumó al guitarrista Adrian Utley y, con la paciencia y el detallismo que los caracteriza, moldearon en algo más de tres años su primer disco, que para sorpresa de todos alcanzó un gran éxito, tanto que obligó a la prensa a inventar un nuevo término para englobar su música, a la que llamaron trip-hop y emparentaron con Tricky y Massive Attack. Luego vendría el otro disco de estudio, un mítico recital en el teatro Roseland de Nueva York en 1998 (editado en 2002) y, tan silenciosamente como habían surgido, desaparecieron. Antes, tuvieron tiempo de componer la que tal vez sea la canción más triste del mundo, Roads (“Oh, ¿acaso nadie puede ver / que tenemos una guerra que pelear? / Nunca encontramos el camino / a pesar de lo que nos han dicho / ¿Cómo me puedo sentir tan mal? / Desde este momento, / ¿cómo puedo sentirme tan mal?”). Desde entonces, sus fans en todo el mundo echaron a rodar los rumores de un trabajo que nunca llegaría (el álbum Alien), y forjaron durante diez años en foros y páginas web el largo mito del regreso.
Portishead es una banda de vanguardia de la era pre-Internet –y nada puede sonar más viejo que esto. En todo este tiempo no hubo en la Web más de una decena de fotos que circularon en la década del 90, y apenas dos o tres videos de presentaciones en festivales y estudios de televisión. En la época de la publicidad viral y de la música digital, Gibbons y Barrow optaron por el hermetismo, la intimidad y la sustracción. Es por eso que ya nadie esperaba lo que ocurrió meses atrás: el anuncio de un tercer disco (titulado, apenas, Third) y una gira europea que culminó con dos presentaciones legendarias en la ciudad de Barcelona, en el marco del Festival Primavera Sound 2008. Pero a no confundirse: este regreso poco tiene que ver con la habitual inclinación de algunos señores entrados en canas y carnes que deciden volver a colgarse sus instrumentos para darle una vuelta al siempre rendidor negocio de la nostalgia. Con Third, Portishead borra –incinera, literalmente– el capital simbólico acumulado tras una década de ausencia, y comienza a labrar de cero una nueva senda sonora.
Algún tiempo atrás, el escritor Alan Pauls confesaba que la única literatura que le interesaba era la que lo hacía sentir incómodo, desubicado. Esos textos frente a los que sólo cabe preguntarse “¿qué es esto?”, esa inquietud, ese abismo de sentido que provoca siempre lo nuevo, lo descentrado, lo extraño. Hacia allí fueron Gibbons, Barrow y Utley. ¿Cómo, si no, escuchar un disco que se abre con el predicamento de un pastor evangélico brasileño, que abusa de acoples y sobresaltos rítmicos, que alterna la herencia de la música industrial con una balada a capella, acompañada de un coro de big band? La música, a contramano de buena parte de la literatura, suele apelar al cuerpo y no a la razón. Esa es la mejor manera de zambullirse en las aguas profundas –y, por supuesto, debidamente oscuras– de Third, una de las experiencias musicales más inesperadas e impresionantes de una década para el olvido.