COLUMNISTAS
nadie se hace cargo de la violencia en el futbol

El reino de la impunidad

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Primero fue una pintada: “Clásico o balas”. Pocas horas después, fueron los hechos. Alrededor de treinta mercenarios escondidos debajo de la camiseta de Colón de Santa Fe pasaron como dueños por el acceso al predio del Sindicato Argentino de Televisión, esperaron a que terminara la práctica vespertina camino al partido con Unión y expusieron sus voluntades ante un grupo de futbolistas.
Al arquero Jorge Brown le exigieron que renunciara a la capitanía. Y a Alan Ruiz, un talentoso futbolista que ya mostró algunas virtudes en San Lorenzo, que debutó en Primera en Gimnasia y Esgrima La Plata, que pasó poco tiempo en Gremio, de Brasil, y que se destapó como goleador en este torneo, directamente lo agredieron. Verbal y físicamente. Hacerle tres goles a River en el mismo partido no alcanza para satisfacer las necesidades de los barrabravas.
Ruiz ya estuvo a un paso de irse de Santa Fe luego de la derrota como local ante Unión hace un poco más de un mes. Fiel a su temperamento algo volátil, Alan dijo entonces que su ciclo en Colón había concluido y poco después se arrepintió, pidió disculpas y siguió adelante. Fue una mala idea.
Esta vez, se fue de la ciudad para no volver. Un jugador imprescindible e irreemplazable como Ruiz puede irse del club sin que a nadie se le mueva un pelo. Aun a horas del partido más sensible. Los que no pueden faltar son ellos, los violentos cuya repugnancia se sintetiza en su afición por vivir del dinero del club al que dicen amar.
En tiempos en los que no pasa un minuto de nuestra vida sin que nos crucemos con noticias vinculadas a los casos de corrupción, los barras son a los clubes lo que Jaime, Báez, Chueco y cientos más son al país. Se devoran hasta las tripas de aquello que dicen cuidar como nadie.
Pocas horas antes del asunto, Luis Segura salió muy molesto de la sede de la AFA. Casi la mitad de los convocados ignoró una reunión de comité ejecutivo que estuvo a punto de fracasar y a cuyo quórum se llegó con lo justo. El fastidio del presidente de la AFA tenía poco que ver con que se haya puesto en riesgo una reunión infinidad de veces intrascendente, cuando no suspendida por los motivos más irrelevantes. Con su enojo, el hombre de Argentinos Juniors –cuya citación ante la jueza Servini de Cubría por la investigación por el destino de los fondos del programa Fútbol para Todos acaba de ser postergada– apuntó directamente al grupo de dirigentes que amenaza con darle forma a una liga paralela, asunto que, por el momento, tiene más forma de herramienta de presión mediática que de proyecto sólido para el futuro inmediato.
Segura habló de estar bailando en el Titanic, de que en las condiciones políticas y económicas de la entidad prefiere quedarse en su casa y afirmó que, tal como están las cosas, no tiene ninguna voluntad de presentarse en las próximas elecciones.
Leídos fuera de contexto, sus reclamos podrían haber sido realizados hace quince años, cinco o dos semanas: la AFA hace rato que soporta disparates merecedores del mayor de los vacíos. Desde cierta moralidad, claro.
¿Tanto más grave es soportar la presión de un grupo de dirigentes que se oponen a los candidatos que surgen del grupo de Segura –incluido él mismo– que participar de una votación que termina empatada cuando el número de votantes es impar?
¿O liquidar las finanzas de los clubes a los que dicen amar vendiendo a precio vil los cheques del FPT en cuevas especialmente señaladas para estos casos?
¿O que en la última semana haya habido otros dos casos de jugadores heridos seriamente por golpear sus cabezas contra los zócalos de las tribunas al borde del campo de juego porque nadie se encargó de cumplir con el compromiso de poner los acolchados protectores?
¿O que jugar otra fecha de partidos clásicos –y nada clásicos– solo con público local?
¿O que, en ese contexto, esa maravilla que ha dejado de ser llamado clásico rosarino se juegue bajo las amenazas de una sede de Rosario Central incendiada y carteles de “Matar o morir” ubicados estratégicamente durante el banderazo realizado en el Marcelo Bielsa?
Para que nadie chille de más: la antesala del último clásico rosarino de 2015 tuvo su versión “canalla” del patetismo con la encantadora noticia de que habían baleado la casa de la abuela de Maxi Rodríguez. Ya lo sabemos: la impudicia, la intolerancia, la imbecilidad anda por los barrios y se mete en todas las casas.
¿Usted realmente cree que el Titanic se hunde cuando Tinelli y un grupo de dirigentes afines se juntan para presionar ante lo que consideran la necesidad de un cambio de rumbo y no cuando un futbolista debe irse de la ciudad como los ladrones de aquellos tiempos en los que hasta los ladrones tenían algo de dignidad?
Una vez más fuimos testigos de una muestra elocuente de que a nadie de peso en el fútbol argentino le importa de verdad frenar con la violencia.
Sergio Marchi ya era el secretario general de Futbolistas Argentinos Agremiados cuando se realizó la huelga de 2000 a raíz de agresiones y amenazas de barras a jugadores, pero participa de la cúpula dirigencial de la entidad gremial desde mucho antes. Casi desde que abandonó el fútbol profesional. Ya tenía participación activa cuando se produjo otra medida de fuerza. Fue en 1997 y, gracias a ella, se les reconoció la libertad de acción a seis futbolistas del entonces Deportivo Español.
Es decir, Sergio sabe mejor que nadie que, cuando el fútbol presiona con un cese de actividades, es capaz de conseguir lo que no logran ni siquiera médicos o maestros. No fue sino el anuncio de un paro ante una deuda previsional de 600 millones de pesos que los clubes mantenían con FAA lo que detonó el nacimiento de Fútbol para Todos.
Jamás pondría en duda el compromiso de Marchi con ciertas causas justas vinculadas con sus afiliados. Pero me desacomoda en mi lógica la falta de firmeza de la entidad tanto ante las agresiones a Alan Ruiz como al asunto de los jugadores desde lesionados gravemente hasta muertos por golpes dentro del campo de juego, es decir, en su ámbito laboral.
El mismo fútbol que paró por el fallecimiento de Grondona no para porque uno de sus exponentes se vea imposibilitado de trabajar por culpa de un puñado de violentos. Con eslabones flojos no hay cadena que resista.
Este fin de semana, los clubes locales perderán millones por no poder disponer a pleno de sus estadios, por no poder llenar las tribunas con locales, visitantes, neutrales o marcianos. Lo más normal en cualquier espectáculo público –la asistencia de aficionados– es algo extraordinario, peligroso y restringido en el fútbol argentino. Sólo en el fútbol.
Teniendo en cuenta la onda de expansión que el fútbol tiene en nuestra sociedad, esta deformación disminuye la posibilidad de que vivamos dentro de la normalidad que pregona un sector de la clase dirigente. Con la que coincido. Nada ayudaría más a los argentinos que vivir con cierta normalidad. Creo que sería un buen ejemplo del rumbo de un gobierno empezar por normalizar el fútbol, expresión popular por excelencia si las hay.
Y para normalizar el fútbol no hace falta pagar una millonada en Nueva York, perseguir a una banda de forajidos vaciadores del tesoro público o exigir nobleza y solidaridad a un grupo de empresarios que no las tienen. Hace falta poner en caja a los barrabravas. ¿Cien? ¿Mil? ¿Dos mil? Habría que ver cómo seguiría todo si empezaran por un par. Como en los casos de corrupción tan presentes por estos días. Personalmente, me suena mucho menos complejo que ocuparse de todo lo anterior. Habría que aprovechar el momento. En el futuro, si de verdad los contribuyentes dejáramos de pagar los sueldos, los caprichos y los afanos del fútbol, tal vez sería más difícil avanzar sobre esa autonomía que la AFA proclama y jamás tuvo.