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fiebres

El sexo de la religión

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Desde que me dijeron que desde el Gobierno dijeron que Clarín miente ya no puedo creer en lo que leo, pero si la versión es cierta, nuestro presidente espiritual de la Argentina habría pedido a los católicos franceses que desistieran de la promulgación de la ley del matrimonio igualitario. Las relaciones entre deseo, represión y ocultamiento me recordaron la biografía de Pablo Caliari, el Veronés (1528-1588), que nació en Verona y fue discipulus seu garzones del pintor Antonio Badile: saque el lector sus propias conclusiones. En 1533 monseñor Ñonchino de Castellfranco lo introdujo, el verbo es alevoso pero preciso, en el ambiente artístico de Venecia. El Veronés, que como buen provinciano pobre amaba por sobre todas las cosas el lujo y las mujeres fáciles, se sintió allí en su salsa; sin embargo, con la duplicidad y la alevosía propia de los débiles y los pobres, fingió siempre una humildad y una modestia que le permitieron salir indemne de todo trance.  El artificio fue su yo verdadero, lo que le calzó al rostro como una máscara. En 1537 atravesó los fuegos de los Inquisidores del Santo Oficio de Venecia, que examinó las libertades y la irreverencia de su pintura y terminó exonerándolo; algunos de los integrantes del tribunal le compraron luego en secreto los cuadros objetados, porque los sacerdotes de la severidad amaban sobre todo sus criaturas serenas, vivas en un Elíseo soñado, donde, enmarcada por el lapislázuli de los cielos puros atravesados por nubes luminosas, una clara humanidad comienza su vida apacible y alejada del azote de lo divino. Tuvo una plácida vida pasional, que se trasladó al terreno de su pintura. Apropiándose del repertorio manierista, lo adaptó como soporte útil sobre el que apoyar toda la libre construcción fantástica del color; asumiendo el cromatismo tradicional de sus coterráneos y el gusto apolíneo de Tiziano el joven, trasladó ambos a sus viñetas pornográficas, dibujos a mano alzada y pintados a la acuarela sobre tablitas de madera, en los que participaban sus compradores y amigos, las putas no infectadas, los “bufones, borrachos alemanes, enanos y otras procacidades” que la Inquisición aborreció en su Ultima cena, los miembros erectos de sus inquisidores que equilibraban la divergencia de diagonales, soldando una forma a la otra en trabazones apretadas que impedían la dispersión de fuerzas. Esas ilustraciones pasaban de mano en mano, sufrían una rápida frotación y desgaste, y desaparecían; como no llevaban firma nadie podía acusarlo de su autoría, pero cualquier entendido podía reconocer allí sus figuras alargadas, la sutil sensibilidad para resaltar las partes groseras de la yuxtaposición de anatomías.

Hay un óleo sobre vitela que ya no puede ser contemplado en nuestros días, pero cuya fama no dejó de incrementarse. Se trata de su Crucificados, que se conservó por siglos en un presbiterio de los satanistas de la pequeña ciudad meridional de Lacroix, y cuyos colores se disolvieron a consecuencia de una andanada de gases químicos lanzada por los alemanes en el curso de la Primera Guerra Mundial. En esa obra, un Cristo clavado en la cruz ensarta en serie a políticos y sacerdotes de la época a través de sus seudópodos o prolongaciones falomórficas. La influencia del trabajo tocó, entre otros, al Greco, al Bosco y a Dalí, y hoy acaricia en secreto la mente de algún pintor local, que quitando de su puesto al Salvador y reemplazándolo por el papa Francisco, lo obliga a ejercer la misma operación con famosos políticos argentinos.

Temeroso de nuevas reprensiones, el Veronés se entretuvo imitando a la naturaleza. De allí pasó a considerar el paisaje como estructura y como forma: pinta casas dentro de casas, galerías que dan a la nada, puertas fantasma, ventanas abiertas a un paisaje inventado y criaturas felices, es un dios menor que arma un paraíso privado. La tersa superficie de esos fragmentos de pura poesía no hacen sino delatar la tensa palpitación de un secreto obsceno.

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En 1583 el Veronés adquirió la Villa de Sant’Angelo, donde pasaba sus fines de semana. En el curso de unas fiestas pascuales se mojó los pies en agua bendita. Eso lo enfermó y murió de fiebres.

Fuente: Franca Zava Boccazi.