Ante la avalancha de textos sobre la historia argentina, bien podríamos hacernos algunas preguntas. Esta producción de tipo historiográfico de géneros variados que van desde las novelas históricas, los libros de divulgación y las obras de carácter científico, escritos por historiadores académicos, periodistas, intelectuales de origen diverso, sin duda tienen un público numeroso entre los clientes de librerías. Le agregamos a este cúmulo informativo la entrega de los medios de comunicación, en especial, la televisión, sin dejar de lado la puesta en escena de obras de teatro y la proyección cinematográfica de sucesos relevantes de nuestra historia nacional.
Para este Bicententario, este alud se precipitó en la forma de suplementos concentrados en lo sucedido en mayo de 1810, en lo acaecido en el Centenario y en el recorrido, en general, de la vida nacional desde sus inicios hasta hoy.
Sin embargo, la saturación de las vías de acceso a la curiosidad ciudadana por nuestro pasado y al supuesto interés de consumidores deja algunas butacas vacías. Se nota en la juventud. Basta preguntarles a los ingresantes a la universidad que tienen alrededor de veinte años qué libros leen para cerciorarse de que no son ellos los adquirientes de este tipo de literatura y, a veces, de ninguna otra. Preguntemos a los libreros quiénes son los clientes que compran estos materiales que cuestan entre cincuenta y cien pesos y a los quiosqueros sobre quiénes son los que se suscriben a los fascículos que distribuyen las grandes editoriales y diarios de los centros urbanos.
Pero las preguntas deben abarcar también al tipo de producción de la que se trata y a las perspectivas de los autores de las mismas. Abundan los relatos minimalistas que difunden los amores, las intimidades y las aficiones gastronómicas de los protagonistas de la historia. Por otra parte, tampoco escasean los ensayos de tipo polémico que reivindican con insistencia a los silenciados y a las víctimas de la crónica del pasado y denuncian a los usurpadores.
Respecto a lo que se llama historia de larga duración, que en realidad son grandes relatos, distingo tres corrientes de pensamiento de la reflexión histórica. La orientación “liberal” que acentúa los logros y, en especial, las falencias en la construcción de la república, del Estado y de la ciudadanía. La que se instala del lado de lo “popular” y traza líneas de continuidad de las luchas contra los diferentes dueños del poder y aglomera en un mismo sitio, desde la resistencia ante la conquista de América por los españoles hasta la patagonia rebelde y lo ocurrido en los años setenta. La versión “populista” que reinvindica la gesta nacional y popular y lo hace desde una perspectiva aristocratizante que sueña con una especie de armonía que viene desde los tiempos en que esa invención argentina llamada “estancia” reunía bajo un mismo quincho al patrón con los peones que compartían un asado colectivo o la ronda alrededor de un fogón en el que el mate pasaba de mano en mano sin distinción de riquezas o linaje.
Hay pocas historias de larga duración que no nazcan de estos tres afluentes historiográficos que nos hablan de la República, del Pueblo o de la Nación, distribuyendo a los próceres y personajes secundarios en los diferentes roles que van desde el santo al genio maligno, desde el traidor inescrupuloso hasta el héroe inmaculado, y separan las aguas puras de las contaminadas de nuestra historia nacional.
Sin embargo, la historia es la política del pasado así como la política es la historia del presente, y si bien es cierto que en la noche del pasado no todos los gatos son negros ni todos los hombres iguales, la voluntad beatificadora que divide cielo e infierno y pretende saltearse el purgatorio o el planeta Tierra, aún domina la mirada retrospectiva que se ve obligada a reconocer que en la actualidad tal distingo dantesco es imposible.
Llaman la atención el realismo y el relativismo ético de los cultores de la historia respecto del presente cuando admiten los “costos” que implica ocupar el poder y la intransigencia con la que juzgan el pasado del que provenimos.
Con la conmemoración del Bicentenario se repitieron estos cruces y este reparto casi libidinal de la historia nacional. Por supuesto que no faltó quien volviera a poner sobre la escena la necesidad de nuevos bautismos callejeros y el cambio de nombre de algunas avenidas, así como la inauguración de plazoletas con un apellido merecidamente rescatado. El tribunal de la historia no tiene feriados. Se ignora así que el interés del relato histórico es que sus personajes son contradictorios y que viven fisurados entre sus ideales inaugurales y los límites establecidos por su tiempo y lugar. La tragedia no es sólo un género dramático antiguo ni el nombre de una desdicha singular, sino esa fina película que cubre al hombre público cuando enumera lo que lo llevó a su decepción. Artigas sobreviviendo en la absoluta soledad, durante décadas, hasta su muerte en Paraguay. Sarmiento muriendo en su sillón en aquel mismo país. Rivadavia desterrado que vuelve al país en un ataúd años después de su muerte, el cuerpo de Rosas repatriado un siglo después; esto no sólo nos habla de un sistema de venganzas retrospectivas y de la indefinición respecto de litigios hace tiempo archivados, sino de la falta de un pensamiento sobre el presente, y el desconocimiento de la singularidad que vivimos.
Al recorrer la historia de la guerra civil norteamericana también somos testigos de las polémicas que no cesan acerca de su interpretación. Los vencidos tienen su propio relato. Querían dividir a la nación en dos confederaciones nacionales. Para los sureños, los del norte podían proseguir su destino imperial ya probado en la conquista de territorio mexicano, la compra de Louisiana, la invasión a las Filipinas y Cuba, en la lucha por una América para los norteamericanos llevada a cabo contra la presencia europea en este continente. Los del sur querían que se los dejara acampar en los cañaverales en su mediodía tropical de aquella siesta colonial. Una vida patriarcal en la que los esclavos protegidos serían no liberados exactamente, sino reacomodados en funciones serviles como criados de casas generosas frente a los grandes ríos surcados por barcos a vapor. Esa guerra civil también existió en nuestra historia, pero sin alardes imperiales –como los que tuvo y tiene EE.UU. o Brasil– , y sí quizás con remembranzas de una Argentina colonial como la que trasmite cierta épica caudillista.
La historia no es sólo un relato oral o escrito, también es un sueño. En ella, los hombres del presente depositan lo que Freud llamaba “restos diurnos”. Sabemos que en los extremos de la vida dormida la agitación de la vigilia y los estados de ansiedad provocan el sonambulismo. En el marco de los grandes rituales, la religión vudú no tan exótica después de todo, despierta a los muertos y los resuscita. Mediante la combinación de ambas vertientes del inconsciente, el relato de nuestra historia se convierte así en el síntoma de un estado intermedio en el que desfila una población heterogénea y colorida compuesta por héroes, mártires, próceres y traidores, en compañía de zombies y sonámbulos. Es nuestra ficción preferida.
*Filósofo www.tomasabraham.com.ar