COLUMNISTAS

El susurro del rock

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Estaba la otra noche en una terraza, en un cumpleaños de enero, hablando con mi amigo Alejandro acerca del rock, o mejor dicho, de un grupo, CocoRosie. Es un dúo formado por hermanas, pero que se conocieron recién de grandes. A una, llamada Sierra, la mamá le decía Coco, a la otra, de nombre Bianca, Rosie (nada más fácil para encontrar un nombre al grupo). Una creció en Iowa, la otra en Hawaii, y recién se encontraron en París, a comienzos de 2000. Pero, ¿a quién puede importarle esta historia? A nadie, como a nadie debería importarle el rock. Pero mientras sonaba una canción de ellas (esa que tocan con Anthony Hegarty, de Anthony and the Johnsons) y Alejandro ya se había alejado de mí; mientras miraba la luna y las terrazas de esa zona de transición entre Villa Crespo y Palermo, casi como en ese estado de levedad que da la mezcla del verano con la indolencia de la noche, por un instante, pensé en la belleza de esa canción. Es efectivamente muy bella. Y de golpe, recordé una conversación, también sobre CocoRosie, con Mercedes Bunz, hace unos meses, en Prenzlauer Berg, Berlín. Acid folk, dijo, así podría llamarse el tipo de música que hacen. Un rato después, ya estaba en mi casa, con La utopía de la copia en mis manos, el libro de Bunz que yo había editado hace algunos años en Interzona. Sabía que algo decía sobre CocoRosie, pero no exactamente qué (tremendo narcisismo el mío: recordaba el texto de contratapa escrito por mí –“Su mirada abarca a Rousseau, al CD como medio de información, a CocoRosie…”– pero no lo que la autora había escrito). Hasta que lo encontré, en la página 113: “Ya no se trata de escandalizar. La delimitación de territorios se realiza en torno a pequeños detalles, cuyas finas diferencias se le escapan al profano. La consecuencia: la crítica ya no es tan estridente ni tan visible (…) El arte de estas delgadas diferencias puede observarse, por ejemplo, en la escena conocida como Weird Folk, entre cuyas figuras más conocidas se encuentra el dúo CocoRosie (…) Sus temas tiernos y lúdicos hablan de los márgenes de la sociedad, tematizan el racismo, la opresión, y el fanatismo religioso sin apelar a ningún signo de rebelión. Aunque también hay que decir que esta crítica susurrada corre el riesgo de pasar desapercibida”.

Pero ahora, ya es de tarde, la tarde del día siguiente, caminando por la calle Florida, de malhumor. ¿Malhumor por caminar rodeado de tanta gente? ¿Por tener que volver a casa? Y de golpe me perdí en mis pensamientos sobre Nunca, nunca quisiera irme a casa, la revista que hacía Gabriela Bejerman, y recordé un número (¿el siete?) con ilustraciones de Lola Goldstein, de Lux Linder… ¿Estaré envejeciendo?, ¿sintiendo nostalgia? ¿Nostalgia de lo que no viví, de dónde no estuve? (jamás escribí en la Nunca, nunca…). Entonces, me llevé por delante a una persona. No fue mi culpa: él frenó de golpe. Se había puesto a ver una bandita de rock de covers. Frente al ex Banco de Boston, un cuarteto (una cantante y guitarrista, una baterista, un bajista y un primer guitarrista) tocaba Knockin’ on Heaven’s Door en la versión de Guns N’ Roses. Tocaban bien, el sonido era bueno, había bastante gente alrededor (en los aún más viejos tiempos de Ciudad Abierta hubiéramos filmado un perfecto documental urbano, entre sutil y bizarro). Corría cierta emoción por la cantante, y los solos de guitarra eran correctos: me gustaba estar allí (hasta llegué a pensar en alquilar Pat Garrett y Billy The Kid, la película de Sam Peckinpah donde está la versión original de Dylan). Después terminó la canción y pasaron la gorra. Puse unos pesos. Ninguna caridad se jugaba allí, ningún signo de rebelión tampoco. Tan sólo una crítica susurrada, como diría Mercedes Bunz. No mucho más se puede esperar del rock.

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