El infierno tan temido no es, en realidad, la escapada del dólar informal sino lo que esto representa: el anuncio de un aluvión de precios que, en un país que normalizó lo anormal, puede incluso causar malestar. El pánico disimulado que desató la escalada del blue hasta los $190 hace dos semanas y el inicio de un mini festival de bonos para aplacarlo, en realidad tapaba otro pánico lógicamente fundado: sin reservas para alimentar el agujero negro de la demanda de divisas nunca satisfecha, los caminos para contener este pico de demanda eran elevar el pecio del bien en cuestión (devaluar) o desinflar dicha demanda, ya restringida por las triquiñuelas del Banco Central para evitar el aluvión de compradores que hubo en el primer semestre del año. El otro camino era no hacer nada y que la brecha se volviera tan grande que paralizara la producción aún más luego de 9 meses de cuarentenas más o menos generalizadas. Pero devaluar, ¡nunca jamás! ¿Desde cuándo aferrarse al valor de la divisa como al mástil patrio era sinónimo de soberanía popular? Desde que la historia económica mostró que en un país exportador de alimentos una devaluación del peso encarece “la mesa de los argentinos”.
La inflación de octubre, relevada por el INDEC esta semana arrojó un 3,8% mensual (56,4% anual si se anualizara) la cifra más alta del año y que hace que en los 10 primeros meses del año un 26,9% pero con una proyección de 36,7% si se mantiene el mismo valor que octubre. Cosa complicada porque hay varios factores que indican que la dinámica de precios ya rompió el ancla que, a fuerza de precios máximos, sugeridos, congelamiento de tarifas y, sobre todo, de un dólar oficial corriendo por detrás de los precios “libres, contuvo al IPC en valores bajos durante las cuarentenas.
Si el temor mayor es la inflación que pudiera impulsar una eventual aceleración de los precios en general, todo indica que esto podría producirse en cámara lenta con el deslizamiento de los valores de los bienes y servicios que están fuera del radar oficial. Pero esto genera un problema adicional que es el cambio den los precios relativos que desde hace un año y medio se viene produciendo en la economía argentina, justo cuando la política orientó el GPS de la economía, como le gusta proclamar en una curiosidad dialéctica a oficialistas y opositores: en un país sumido en décadas de estancamiento, atribuirse el control del timón implica a reconocer la paternidad de un fracaso que atraviesa muchas capas dirigenciales.
Tanto que todavía se recuerdan los pocos años en que la inflación estuvo contenida en un dígito anual: en los últimos 75 años, solamente en el 15% de los casos la inflación estuvo por debajo del 10% anual (1953-1954; 1993 al 2001 y 2003-2004) Pero lo que en pleno crecimiento era casi una consecuencia inevitable y hasta beneficiosa en el corto plazo, ya en el último cuarto de siglo se transformó en un lastre en todo sentido. Cuando los precios subían en muchos países en vías de desarrollo entre 20 y 30% anual, Argentina exageraba la postura, pero no desentonaba. El tiempo y un nuevo contexto indican que esos artilugios para justificar la descapitalización masiva y la distorsión de muchos precios relativos ya no tienen respuestas.
Mientras la inflación no sea reconocida no como un problema sino como la manifestación visible e incontenible de profundos desequilibrios económicos generados por una falta de adecuación de las demandas sociales y la producción, se seguirán atacando al último eslabón y no a toda la cadena de valor. La memoria reciente hace que para escapar a la aplanadora inflacionaria los ahorros se canalicen a dos activos de dudosa productividad social: inmuebles, muchas veces desocupados pero que están valorizados en dólares y los billetes mismos, casi siempre en el “fugados” del sistema financiero institucional como gusta criminalizar al tradicional colchón. La falta de alternativas para canalizar los fondos excedentes a la producción es un obstáculo serio a la hora de reconstruir el capital de trabajo y el fondeo de la inversión. Y la inversión es la única forma de romper el círculo vicioso argentino, que cada vez genera menos demanda de trabajo y con ello, más precarización y pobreza.