COLUMNISTAS

El tiempo de un intelectual

No me gustan los homenajes, los lamentos, las necrológicas. No debería leerse entonces esta columna como la expresión de alguna de esas instituciones. A Nicolás Casullo, fallecido esta semana, le interesaba pensar la época, el presente.

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No me gustan los homenajes, los lamentos, las necrológicas. No debería leerse entonces esta columna como la expresión de alguna de esas instituciones. A Nicolás Casullo, fallecido esta semana, le interesaba pensar la época, el presente. De hecho, puede leerse su obra como una permenante reflexión sobre el estatuto de lo contemporáneo, sobre una interrogación acerca del clima de la época. Sus artículos están llenos de párrafos que comienzan con frases como “Experimentamos un tiempo en el que...”, “Vivimos en una época...”, “Estamos atravesados por un clima...”. Ese era su tono, su obsesión. Debo decir que más de una vez (en algún artículo, en alguna conversación) yo mismo ironicé sobre el uso de esas fórmulas, sobre esa pretensión (con eco a Sartre y a Hegel) por querer asir, de un golpe, el horizonte de nuestro tiempo. Quizá se deba a la profunda desconfianza que siempre me generó la figura del intelectual; el intelectual de voz firme, la frase certera, el trazo seguro. Y sin embargo (el sin embargo que todo lo cambia, que tuerce el rumbo, que abre nuevos sentidos), más allá de cualquier discusión crítica, de cualquier diferencia, siempre compartí con Nicolás Casullo la pertenencia al presente como el marco último para cualquier reflexión. Pensar el presente sigue siendo, al menos para mí, la actividad básica de un escritor, un ensayista, un poeta. Ocurre que este es un tiempo en el que al presente se lo borra, se lo toma como un dato, como lo dado, se lo reproduce bajo un lenguaje naturalizado. Desmontar los mecanismos de dominación del presente, señalarlo como construcción, como ocultamiento de tradiciones obturadas, ese es el tema central en Casullo.

Es quizás sobre eso, sobre el clima de época, de una época (la de finales de los 80) que debería merodear esta columna. Hacia 1986, 1987, 1988, yo tenía alrededor de veinte años, una época importante en mi vida (como en la de cualquiera a los veinte años). Gracias al azar de compartir una olvidada cátedra en el CBC, conocí a Alejandro Kaufman, un hecho crucial en mi vida intelectual (para nosotros, vida e intelectual eran sinónimos evidentes). Unos años después, cuando me fui a vivir al extranjero, recomendé a Kaufman para que me reemplazara en la cátedra de Casullo, donde yo era ayudante. Es curioso: yo, que de alguna forma siempre fui un cuerpo extraño en ese mundo, propicié el acercamiento de Kaufman, que teminó encontrado, casi naturalmente, un lugar cercano y a la vez original en esas discusiones, en esas bibliografías, en esos recorridos culturales y univesitarios. Pero volvamos a mediados de los 80, a Casullo, y a las reuniones de cátedra en un viejo departamento de Córdoba y Callao, donde funcionaba un instituto de investigaciones dirigido por Héctor Schumcler. Estaba el anfitrión, el títular de la cátedra, a veces pasaba Horacio González, alguna vez lo vi a Caparrós (Casullo escribió mucho en Babel), recuerdo a un joven Eduardo Rinesi recién llegado de Rosario, y a muchos otros escritores e intelectuales todavía jóvenes (hoy editores de suplementos culturales, títulares de cátedra, etc.). La discusión giraba en torno a la modernidad, a la crisis de la modernidad, al debate modernidad-posmodernidad. Todavía no existía la revista Confines (que apareció recién en 1995), la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA acababa de crearse (en 1988) y su destino era incierto, tan incierto como la estabilidad laboral de los docentes en una época en la que ya se insinuaba la fantasía reaccionaria de arancelar la universidad (uno de los logros de esta época, la actual, es haber clausurado ese debate). En esas reuniones discutí mucho. Generalmente tenía diferencias políticas, culturales, teóricas, y sobre todo literarias (es que para mí la literatura incuye a la política, a la teoría, a la cultura). Y sin embargo (otra vez sin embargo) esos fueron años de formación. Allí se formaron en mí una serie de intereses y preocupaciones de los que nunca me fui, a los que siempre vuelvo.