Juan Martín Del Potro acaba de ponerle una sonrisa de serie a una temporada extrañamente inestable.
Entre lesiones, ausencias y derrotas duras para un top ten en crecimiento, el tandilense atravesó un primer semestre traumático; y un poco más también: la enorme actuación que tuvo en Wimbledon no alcanzó para ocultar sus derrotas ante Hewitt en Queen’s y en el US Open: por primera vez desde su explosión final de 2008, Juan Martín se mostró vulnerable ante adversarios que suelen ser poco más que un escollo inevitable para avanzar hasta la zona del cuadro en la que realmente siente que debe dejar todo para ganar.
Más de una vez, desde este mismo espacio, destaqué la formidable condición de un tenista joven y potente cuya madurez precoz le permitía manejar casi a voluntad el concepto de que, para crecer en esta jungla, por lo menos tenés que aprender a no perder con quienes no se debe. Y en esa lista, Del Potro terminó incluyendo a jugadores del nivel de Berdych, Tsonga, Almagro o Wawrinka, ya no a un 20, 30 o 60 del ranking mundial. En esos tiempos, también se hacía hincapié que, en la mayoría de los casos, le costaba romper el prejuicio inverso: sentir que podía ganarles a aquellos que consideraba superiores. Es cierto que ya le ganó al menos una vez a los mejores de esta época. Y que ganarle a Federer una final de Grand Slam o a Djokovic una medalla olímpica califican como esos momentos que, por sí solos, bastan para considerar como brillante una trayectoria. Pero para un jugador de su potencial y sus apetencias, revertir el historial negativo contra esos jugadores –o Murray, o Ferrer– parece ser el golpe de horno que le está faltando a Juan Martín para pegar el salto definitivo a la gran batalla. Sin eufemismos, me refiero a la lucha por el número uno; no menos que eso.
Por supuesto que Nadal también está en esa nomina. Es más, hoy por hoy es quien la encabeza. Y a Shanghai, el español llegó 8 a 3 arriba respecto del tandilense, habiendo ganado las últimas cinco veces que se enfrentaron.
En todos los casos, desde el triunfazo neoyorquino de 2009, me quedó la impresión de que Del Potro tenía un prejuicio negativo al enfrentarlos. Como si realmente no se sintiera parte de ese rebaño de elite. Salir a la cancha dando esa impresión es el peor mensaje que se le puede dar a los mejores que sacan ventajas decisivas de cualquier dato de inferioridad que se les envíe, sea técnico, físico, estratégico o psicológico.
Debo confesar que no imaginaba que fuese a ser en este 2013 que sentiría que Del Potro está dando vuelta la historia. No por su capacidad tenística que es enorme y hasta atípica inclusive respecto de sus contemporáneos: no existe un jugador capaz de pegarle tan duro a la pelota tanto tiempo seguido y con semejante precisión sin siquiera correr el riesgo de tirarla afuera, dejarla en la red o dejarla corta y quedar expuesto al ataque rival. Juan Martín da la impresión de que eso que recibe como pelota amarilla lo manda del otro lado de la red transformado en una roca difícil de devolver e imposible de manejar. Es un jugador que aun con la imponencia de su tamaño, la fortaleza de sus tiros y el potencial de su saque –creo que cuando termine de estabilizar ese golpe saltará definitivamente a la lucha por la cima– es capaz de ganar los partidos más importantes cometiendo un puñadito de errores no forzados y sin obsesionarse por superar al rival con tiros ganadores. Es una mezcla entre potencia y cerebro que, cuando los planetas se alinean, termina siendo frustrante aun para los mejores.
Fue justamente la frustrante primera parte de su temporada –casi dos cuatrimestres– lo que me abrió la ventana al escepticismo. Error. Uno más. ¿Cómo cometerlo si soy un convencido de que siempre hay que ser muy cuidadoso con las sentencias negativas cuando hay un grande de por medio? Entre las muchas cosas maravillosas que tiene este oficio de cronista deportivo es que la mismísima dinámica del deporte se convierte en una usina de eterno aprendizaje.
Tal vez para muchos de ustedes sea desmesurado adjudicarle a la victoria de ayer ante Nadal la dimensión de trampolín definitivo e inevitable hacia la gran lucha. Sin embargo, estoy convencido de que así será. Tanto lo estoy que ni siquiera tomo en cuenta la posibilidad de que, a esta hora, pueda ya haber perdido la final ante Djokovic. Lejos de relativizar el concepto, siento que, al revés, un triunfo ante el croata no será sino la consecuencia del tenis que Del Potro está jugando en estas semanas.
Haber visto a Nadal empeñarse hasta la desesperación para neutralizar esa máquina frustrante capaz de ganarle los puntos cortos, los intermedios y los largos fue la más clara demostración de que Del Potro no tuvo “el día ideal” para ganarle, sino que tiene “el tenis ideal” para, definitivamente, aspirar a lo mejor. Ayer, en China, Del Potro le ganó al, por lejos, mejor tenista del año y lo logró hasta invadiéndole ese territorio prohibido que es disputarle a Nadal golpe a golpe durante 30 o 40 cruces de red.
Tanto está jugando Juan Martín, que no sería sorpresa ganarle a Djokovic. Quien, por cierto, también lleva dos semanas de ensueño; en gran nivel y en plena lucha por el número uno, es un jugador con conceptos parecidos a los del argentino. No es un obsesivo del brillo sino de ganar partidos incluyendo la variable de la ansiedad y la irregularidad ajena. Más que el resultado, lo fundamental es que Del Potro se sienta definitivamente un semejante a los mejores.
Por eso le tengo tanta fe a que la paliza que acaba de darle a Nadal se convierta en su plataforma de despegue definitivo.
En días en los que nos enteramos de que ya no habrá Nalbandian en el circuito, en el que la Legión nos enternece con un torneo repleto de maravillosa y reciente nostalgia, Del Potro nos empieza a colocar ante la expectativa sin precedentes de, dentro de los próximos tres años –más temprano que tarde–, ver la banderita celeste y blanca en lugar más destacado del ranking mundial.