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El último placer intelectual

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Cada tanto hablo en esta columna de novelas policiales, “uno de los pocos placeres intelectuales que le quedan a la humanidad”, según Fernando Pessoa, de quien se acaba de publicar en castellano Quaresma, descifrador, una de las interminables sorpresas que siguen apareciendo entre los archivos del portugués, cuya obra y genialidad se hicieron evidentes sólo después de su muerte.

Así como me muero por conseguir el libro de policiales de Pessoa, me niego a leer otra rareza que se acaba de traducir en estos días: La rubia de ojos negros, de John Banville, quien escribió una novela de Philip Marlowe imitando el estilo de Chandler. Aunque continuar la obra de los escritores muertos es una práctica común en el género, me parece que la lectura de ese libro me va a irritar tanto si la imitación es mala como si es buena. En un caso, por razones obvias; en el otro, porque haría pensar que los escritores pueden ser usurpados por body snatchers literarios, con lo que eso tiene de terrorífico. Y Banville no es ni la mitad de escritor que Chandler a pesar de que su registro, cuando no condesciende con los policiales, es el de la alta literatura.

Pero en realidad no quería hablar de Pessoa, ni de Chandler, sino de Rex Stout, cuya serie de Nero Wolfe descubrí hace poco gracias a una novela publicada en 2008 bajo el engañoso título de Nero Wolfe contra el FBI (el título original es The Doorbell Rang y en la traducción anterior se llamaba Cuando suena el timbre), que además en la tapa dice que el libro surge de la indignación del autor contra el macartismo. El progresismo siempre vende, pero si bien la novela se ocupa de las operaciones sucias del FBI y Stout tuvo sus inconvenientes con Mr. Hoover, la gracia de leer los libros de Wolfe es que su mundo es un palacio encantado que se superpone (y se contrapone) con el que consideramos real.

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Stout (1886-1975) publicó las novelas de Nero Wolfe durante cincuenta años. Su detective –que nunca envejeció– vive en el oeste de Manhattan, cerca del río, con su cocinero, su jardinero y su mano derecha y narrador, Archie Goodwin. Hay motivos para esas presencias: Wolfe cultiva orquídeas, es un fanático de la gastronomía y no sale de su casa, por lo que necesita que Goodwin haga las pesquisas y se las traiga a domicilio.

Wolfe, nacido en Montenegro, es extravagante hasta para ser extravagante: pesa 120 kilos (alguna vez 150), tiene 10 mil orquídeas en sus invernaderos y su dieta no es sólo una fábrica de colesterol sino un menú olvidado que tal vez los neoyorquinos ricos consumieran hace un siglo: caviar a discreción, pero también picadillo de corned beef preparado con especias e intestinos de cerdo, faisán en escabeche, hígado de ternera con ananá, entre otros platos que hoy no nos atreveríamos a probar. Extraño sibarita, Wolfe es adicto a la cerveza y no prueba el vino, así como Goodwin es un gran tomador de leche. La relación entre ambos, inspirada en la de Sherlock Holmes y Watson, es una batalla permanente entre dos vanidosos obsesionados con el dinero y que detestan trabajar. Todo lo que escribe Stout bajo la apariencia de un whodunit es un gran juego de palabras, un infinito diálogo en el vacío que ni la historia ni la sociología ni la psicología pueden penetrar. Tal vez Stout sea como Beckett.