"Me levanté, como el abogado de un condenado a muerte, y enumeré las razones que hacían
irreemplazable a Brando. Una, la más importante, era que poseía esa aura entre los otros actores,
tan parecida a la de Don Corleone con los suyos"
Francis Ford Coppola
Nos suele perder esa tendencia al heroísmo, la fascinación por eludir la tragedia en el
último minuto gracias a la aparición oportuna del muchachito de la película, ese que nos representa
a todos: la exacta medida de nuestro destino glorioso. Semejante tendencia a la catástrofe se
explica sólo gracias a la inquebrantable fe en un salvador; el elegido que llega para hacer
justicia y devolvernos el reconocimiento negado por un mundo hostil que insiste en ignorarnos.
No siempre sale bien; las pruebas sobran en nuestra turbulenta historia. Perón aceptó a
regañadientes la presidencia en 1973 ante la certeza de que, sin él, la cosa era inmanejable. No
pudo, y esa aventura final le costó la vida. De la Rúa no tuvo mejor idea que llamar a Cavallo,
padre del plan económico de Menem, para salvar las papas en el tramo final de la Alianza: el
resultado no pudo ser peor. Alfio Basile, caído en desgracia después del humillante 0-5 contra
Colombia en el Monumental, cedió y aceptó el regreso de Maradona, que como un Rambo criollo salió
de su retiro obligado y jugó los partidos de repechaje para la Selección argentina frente a los
rústicos australianos. La euforia duró hasta el Mundial de EE.UU., donde la efedrina, la FIFA y un
modesto equipo rumano les cortaron las piernas a todos.
No todos tienen el éxito de Schwarzenegger o John Wayne con los malos y los indios de
Hollywood; la infalibilidad de Sherlock Holmes con los asesinos misteriosos, de Van Helsing con
Drácula o de los enanitos de Los Grosos con los ratings en baja. No cualquiera es un Lee Iacocca,
célebre chairman de la Ford contratado por la tambaleante Chrysler en 1978 para rescatarlos de una
ruina segura. Ni un John Maynard Keynes, el mismo que algunos llamaron “el salvador del
capitalismo”. Y... no.
¿Y Abreu? ¿Ha vuelto a River para jugar de héroe? ¿Donará un poco de su sangre charrúa a este
desangelado plantel millonario? ¿Será líder nomás, una guía espiritual en tiempos sin dioses ni
Orteguitas? ¿Es tan importante su ascendencia sobre el grupo? ¿Qué querrá decir “ordenar el
vestuario”? ¿Este equipo necesitaba un 9... o un tutor o encargado? ¿No jugarán demasiado a
la PlayStation estos muchachos?
Nada tengo en contra de esos fantásticos juegos de animación hiperrealista. Soy horrible con
los botones pero me encantan, lo juro. Eso sí, no creo que sea lo mismo abusar de ese mundo
imaginario donde los hechos suceden casi de verdad, que matar el tiempo con el metegol en las
concentraciones, tac, tac, como lo hacían tipos como Albrecht, Passarella, Perfumo o Rattín;
señores de ceño fruncido en la cancha, pero paternales con los más chicos del plantel fuera de
ella. Nuestros jóvenes talentos de hoy, sumergidos en la realidad virtual, utilizan réplicas de sí
mismos, eligen a sus amigos de otros clubes en sus equipos y entrenan sus pulgares tanto como sus
habilísimas piernas. La vida es juego para ellos, no mucho más.
Viven –intentaré decirlo de la manera más delicada– una adolescencia tardía, más
solos que asediados, agobiados por el lujo y la exclusividad. Una realidad con menos brillo y
placer de lo que el imaginario popular cree. Todos ellos necesitan de una mano que los guíe más
allá de los flashes, en la hostil tierra de los comunes. Para eso están los tipos como Abreu, por
ejemplo; un delantero al que apodaron “el Loco” hace una década, pero que hoy luce
sereno y razonable. Ha vivido, simplemente, ése es todo su mérito.
Es muy uruguayo Sebastián Washington Abreu y no sólo por el nombre y su mate con termo. Los
orientales del paisito viven con sabiduría, se toman la realidad con tranquilidad, hacen todo de
una manera sencilla, natural, con sonrisas a mano y saludos, aquí y allá. Un touch descontracturado
que no abunda en los exclusivos pasillos del Monumental, siempre tan pendientes de lo que sucede
con los primos nuevos ricos de La Boca, de la vieja estirpe o el prestigio. Es por eso –y no
me olvido de su capacidad en el área rival– que lo esperan como a un salvador; como a un
líder, el caudillo que les falta. Eso que no se puede comprar.
No hablamos de Van Basten, eso está claro. Mucho menos de un exquisito como su compatriota
Francescoli, y que el Altísimo me perdone por la comparación. Nada de eso. Abreu, incluso, parece
medio tronco aunque tiene mucha razón Simeone: metió goles en todos lados. También se perdió muchos
y uno de esos fallidos, increíble y con el arco vacío, motivó la creación de una Peña Abreu, en La
Coruña y otros pueblos vecinos. No, no era broma, esos gallegos adoraban a ese insólito
sudamericano que se tomaba las cosas con tanto humor. La adhesión en la falta no es para
cualquiera, créanme.
Soy porteño y por lo tanto un melancólico. Pero, ojo, detesto la nostalgia. No creo que el
ayer fue mejor; hoy es bárbaro, y mañana, más. Sólo que, quizá por culpa de la velocidad de los
tiempos, creo que hemos olvidado o perdido ciertas cosillas que algunos años atrás abundaban y hoy
no sobran en estas pampas de crisis.
Liderazgos reales, ideas, proyectos que valga la pena seguir, honestidad intelectual, valor
más allá de la virtud, o compromiso para adherir a proyectos que no sólo privilegien intereses
sectoriales o personales. Uf.
De verdad faltan; y también en el fútbol.