Hace exactamente seis meses me invitaron a un programa de radio y me preguntaron por este asunto del virus y la cuarentena. Intenté decir que en el mundo se usaban dos modalidades para combatirlo: la sueca, a partir de la ausencia de restricciones y la inmunidad de rebaño, y la uruguaya, basada en el testeo y el aislamiento. Pero que la Argentina no practicaba ninguna de las dos: tenía una cuarentena feroz, pero el virus circulaba igual. Era la época en la que el Presidente se ufanaba de su éxito basado, decía, en haber elegido la salud sobre la economía. No tuve mucho eco. Mis interlocutores se indignaron: elogiaban al gobierno nacional por su humanidad y su sabiduría, así como a los gobernadores e intendentes que se atrincheraban detrás de sus fronteras. La gestión argentina de la pandemia, decían, era ejemplar. Eran épocas en las que no se podía decir que los niños no solo no se contagiaban sino que tampoco eran importantes como factor de contagio ajeno. Estaba mal visto sugerir que el virus no era tan letal como lo habían anunciado, aunque los números estaban a la vista. Se seguía hablando de los famosos respiradores y de su escasez como justificación del encierro colectivo, aunque ya era evidente que los respiradores no resultaban escasos ni tampoco demasiado eficaces: los pacientes respondían, en cambio, a terapias menos invasivas.
Pasaron seis meses y la Argentina pasó a los países limítrofes, que tan mal hacían las cosas, en muertos por Covid cada millón de habitantes y se convirtió en el cuarto país en ese rubro. Ya no somos un ejemplo sanitario para el mundo, además de que la economía se fue al demonio, las escuelas siguen cerradas, algunas provincias siguen actuando como territorios extranacionales y pululan los protocolos para encorsetar cualquier tipo de actividad. El fracaso nacional es especialmente estruendoso, aunque al mundo tampoco le va demasiado bien con la pandemia: los uruguayos, como sus parientes ricos neozelandeses, mantienen al virus a raya a costa de cerrar sus fronteras al turismo y de un futuro incierto. Los suecos siguen apegados a las tradiciones médicas anteriores, cuando a los epidemiólogos les parecía ridículo aislar a los sanos y aumentar así el riesgo de los más vulnerables. Pero la presión internacional y mediática es tan grande que los suecos parecen ir también rumbo a la cuarentena y la restricción. Mientras tanto, nadie sabe si el barbijo, que pasó a ser parte de la vestimenta de los humanos, tiene algún efecto sobre los contagios.
Aparentemente, ahora llega la vacuna. O las vacunas, según se anuncian cada día. Son el remedio, nos aseguran, para una enfermedad de la que sabemos muchas cosas, pero ignoramos qué importancia tuvo en relación con el exceso anual de muertos en cada región del planeta. Hay, de todos modos, una certeza: estamos rodeados de más miedo, de más pobreza y de menos libertades de las que había cuando la OMS sugirió que los gobiernos debían actuar apelando a métodos medievales y a infundir el terror en la población. Ahora, algunos discutimos si podremos oponernos a que nos vacunen a la fuerza y si las distintas ofertas de vacuna serán útiles, irrelevantes o contraproducentes. Pero en el fondo, estamos resignados. No sirve haber tenido razón cuando me invitaron a la radio ni tampoco sirve tenerla ahora.